
Democracia, crisis social y violencia

Por Carlos Ruíz, académico de la U. de Chile y presidente de la Fundación Nodo XXI
Aun año de la revuelta social más grande de la historia reciente de Chile, el cúmulo de frustraciones y expectativas que confluyen en esa gigantesca marcha de trabajadores, endeudados, mujeres, estudiantes, ambientalistas y una larga lista más, la esfera de la política sigue sin hallar un rumbo para encauzar de un modo institucional esas aspiraciones, incertidumbres y malestares.
Las masivas protestas desnudaron que tras el apacible oasis se escondía una sociedad agobiada por el endeudamiento, la precariedad laboral, bajas pensiones o la crisis del sistema de salud. Todos esos problemas terminan por agravarse con la crisis sanitaria. Se acentúa la urgencia que pesa sobre la esfera política, en este crucial momento histórico, por encauzar una resolución democrática de estos dilemas.
El gobierno, en particular, porfía en negar el fundamento social más profundo de esta crisis, intentando reducirla a responsabilidades de grupos políticos específicos. Por el contrario, este magma social carece de representación política, no tiene oradores ni organizaciones sociales institucionalizadas que lo representen. La negación de esa complejidad es lo que indican las tentaciones gubernamentales con una ocupación policiaca y militar de la sociedad, cuya inefectividad y horribles costos humanos no es necesario reiterar.
Ante la violencia social como un hecho posible de este nuevo 18 de octubre, la negación del carácter eminentemente social de esta crisis, sus raíces en el colapso de las formas de reproducción de la vida cotidiana, esas políticas puramente coactivas solo redundarán en empeorar el problema. Su reducción a interpretaciones conspirativas, otro tanto. Una crisis social requiere soluciones a las causas que subyacen en su origen. Y la única forma que tenemos para ello es a través de la deliberación racional y democrática.
Condenar simplemente la violencia en medio de esta crisis de representación no puede sino ser ineficaz. La urgencia es ponerse a trabajar para que, a través de la política, como forma de procesamiento de conflictos sociales y culturales legítimos que existen en la sociedad, se logre un encauzamiento institucional que no puede demorar. La reticencia a ello habrá de cargar con la responsabilidad por los costos que puedan venir.
No se trata de legitimar la violencia. Al contrario, se trata de hacernos cargo, sin más dilación, de las causas que subyacen en su origen. La política no puede renunciar a su condición de única esfera capaz de enfilar este orden de cosas hacia un horizonte donde dicha violencia quede fuera del panorama.
No es un misterio que muchos de los pasajes violentos que hoy se presencian con estupor, abundan desde hace mucho en barrios populares, comunidades mapuches y otros espacios cuya cotidianeidad era invisibilizada bajo la aguda desigualdad social y cultural. La diferencia es que ahora se ha tomado el centro de la escena. El dilema con que tenemos que lidiar, todos, sin excepción, es pues inconmensurablemente más profundo de lo que se suele reconocer.
Una combinación de soluciones urgentes, por parciales que resulten, pero de efectividad real y no reiteradas falacias como las que hemos conocido, es hoy una urgencia histórica para este gobierno ante esta compleja coyuntura pronta a conmemorar su primer año. Ello no niega formas de mediano plazo para encauzar una deliberación democrática conducente a soluciones mayores.
En ese último sentido, aunque sea bajo la preocupación que trasuntan estas líneas por los costos humanos inmediatos que podamos enfrentar, cabe albergar el optimismo que todo esto ha abierto una oportunidad histórica de repensar una nueva etapa, el impulso de una modernización económica e institucional efectivamente más democrática e inclusiva.
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