Opinión

Parisi, el candidato que nadie vio... otra vez

Karin Pozo KARIN POZO/ATONCHILE

En cada ciclo electoral reaparece el mismo ritual: ciertos candidatos irrumpen como un ruido molesto, una anomalía que la élite política, los analistas y —siendo honesta— yo también preferimos tratar como un error muestral antes que como una señal social. Franco Parisi es el mejor ejemplo. Lleva años “sorprendiéndonos” y, sin embargo, seguimos actuando como si su crecimiento fuera siempre la primera vez.

Lo más fácil ha sido clasificarlo como “populista digital”, un rótulo que tranquiliza porque permite descartarlo sin analizar su relato. Esa comodidad intelectual nos evita mirar de frente el malestar y la distancia con la política institucional que él traduce con irritante simpleza. Parisi no inventa ese clima: lo interpreta. Y eso dice más de nosotros que de él.

Por eso, antes incluso de analizar su discurso, tendemos a descartarlo. Como si la falta de domicilio fuera también falta de relevancia. Como si su estética digital nos autorizara a no tomarlo en serio. Como si ignorarlo lo volviera irrelevante. Spoiler: no funcionó.

Mientras discutíamos gobernabilidad, reformas estructurales y segundas vueltas, Parisi ofrecía algo mucho más potente que un programa: una sensación de revancha. Un menú emocional simple, directo y perfectamente calibrado para territorios que hace rato sienten que el Estado llega tarde, que los partidos hablan solos y que la élite discute problemas que no son los suyos. No es magia ni sofisticación: es identificar el enojo y convertirlo en proyecto. “Los dejaron atrás; yo los escucho”, repite. Y esa frase —tan sencilla, tan irritante para la élite— funciona mejor que cualquier documento de 120 páginas. Donde la política ve “populismo”, muchos electores ven “alguien que al menos me habla a mí”.

Y en ese ruido, las encuestas hicieron lo suyo: dejaron de ser instrumentos y pasaron a ser protagonistas. Pasamos semanas leyendo décimas arriba y abajo, convencidos de que esos movimientos explicaban el país, mientras Parisi avanzaba justamente por las zonas donde las encuestas miden mal, llegan poco o simplemente no captan el clima emocional. Otra forma de mirar sin ver.

Su narrativa —financiera, antiélite, meritocrática y profundamente desconfiada del Estado— resuena precisamente en territorios donde la presencia estatal es intermitente, donde las promesas de desarrollo no se traducen en movilidad real y donde la política suena como un idioma ajeno. En el norte, especialmente, Parisi se conecta con un electorado que siente que la agenda nacional habla de ellos, pero casi nunca con ellos.

No es que su propuesta sea sofisticada; es que responde a un clivaje emocional que la clase política subestima sistemáticamente: la idea de que el sistema está diseñado para que otros ganen siempre. Frente a esa experiencia acumulada —de que nada cambia, nada mejora y nadie escucha— Parisi ofrece un relato de revancha, transparencia prometida y acceso directo, sin intermediarios. Simplista, sí. Seductor, también. Y profundamente eficaz.

Por eso su irrupción no debería sorprendernos —aunque lo hace—. Seguimos evaluando a Parisi desde categorías que nos sirven a nosotros, no desde las claves que explican su arraigo territorial. Lo verosímil de su relato no está en la evidencia, sino en la biografía emocional de quienes sienten que el país avanza sin ellos.

La pregunta, entonces, no es por qué Parisi crece. La pregunta es por qué nosotros volvemos a no anticiparlo. Tal vez porque mirar sin ver es el sesgo más cómodo: nos ahorra enfrentar cómo se fragmenta la representación, cómo se erosiona la confianza y cómo ciertos liderazgos se vuelven posibles cuando la política institucional deja de disputar sentidos.

Parisi no es una anomalía. Es un síntoma. Y los síntomas, cuando se repiten, no debieran sorprender. El problema es que seguimos actuando como si esta vez fuera distinto.

Por Natalia Piergentili, directora de Asuntos Públicos, Feedback.

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