El debate público



Por Alfredo Jocelyn-Holt, historiador

¿Qué será lo que nos está haciendo tan difícil discutir e impidiendo que se avance en la solución de nuestros conflictos? Desde el 18-O, pareciera que estuviésemos en una época única, desinhibida, ideal para repensarnos, cualquiera pudiendo decir lo que se le antoje. Recordemos la carrera que se desató para dar con la clave del estallido y los libros que han intentado explicarlo, las nuevas caras de columnistas y entrevistados que han surgido, las redes sociales que no han dejado de azuzar y meter bulla, y ese extravagante anhelo del chileno ahora último por imaginarse una Constitución que nos ha de convertir en seres distintos a los que hemos sido hasta ahora.

El reverso de este ensanchamiento es paradójicamente su encogimiento. Los temas se repiten, los bandos en pugna vienen definidos de antemano, y el debate más lo que reitera que lo que despeja e ilustra. Predominan los simplismos, la frase hecha, la falta de complejidad y matices, la tentación por traducir todo en términos de amigo-enemigo, el ataque verbal, oposiciones maniqueas, la superioridad moral, y el empeñarse en caricaturizar al contendor. Esto último curiosísimo porque invita a que al denostador se le tilde de igual forma, degenerando en espectáculo, fuera que vuelve tóxico el ambiente y se corroe la convivencia.

Una explicación del porqué de todo esto es que no se discute para llegar a acuerdos sino para marcar posiciones. Persuadir o consensuar requieren esfuerzo y talento político, ambos escasos. Someter a elección, plebiscitar, encuestar, o tabular adhesiones (me gusta/ no me gusta), aun cuando son mecanismos flojos, al menos zanjan por un rato. Lo otro es discutir hasta nunca acabar. De hecho se teoriza en exceso, y se cree que el debate público es una extensión de la discusión académica en que no hay clausura del debate y, menos aún, cosa juzgada. De igual modo, poco importa que se empate al debatir. Es que el empate asegura que los principales bandos irreconciliables no varíen, continúen reafirmando sus convicciones e intransigencias, y se libren del peligro de que se les convenza; después de todo pueden seguir midiéndose con el que siempre se termina en tablas. El inconveniente es que en escenarios de ese tipo entran a operar grupos minoritarios que ladean la decisión a un lado u otro, y polarizan el espectro.

Hay que tratar de evitar que la discusión se convierta en otra expresión furiosa más de nuestros conflictos. Porque o si no, de qué sirve; nos vamos a los puñetes y sanseacabó. Convengamos que en nada enaltece al debate público que un extremista condenado a doble cadena perpetua justifique por televisión el tenor “ético” de sus crímenes, o un historiador afirme que el fuego purifica y que incendiar estatuas es “un rito emancipador, liberador”. ¿Razonan los violentos y enardecidos?

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