El estallido peruano



Por Carlos Meléndez, académico UDP y COES

Un Presidente interino sin credibilidad y percibido como el promotor de una coalición “mafiosa” que destituyó a su antecesor, fue el motivo que precipitó la más grande movilización social acaecida en Perú desde el 2000. El “estallido” peruano fue inesperado. A diferencia del chileno, no fue el resultado de una serie de movilizaciones previas que fueron incubándose a lo largo del tiempo. No dependió de un tejido social tradicional que facilitara la acción colectiva de la sociedad y se basó en una estrépita espontaneidad que no requirió recursos más allá de la indignación ciudadana. Con el protagonismo juvenil -la denominada “Generación del Bicentenario”-, empleó recursos tecnológicos antes que liderazgos convocantes. La difusión de repertorios de protestas cruzó las fronteras y la globalización de la contención social llegó a una sociedad (mal) acostumbrada a una democracia sin partidos (y con indiferencia).

Los partidos peruanos son hidropónicos, organizaciones de legitimidad electoral pero desentendidos de su función de representación. Mientras cunda la apatía y el desinterés, esta levedad partidaria no incomoda a la estabilidad política -una de baja intensidad. Pero cuando un halo de involucramiento cívico apenas asoma, el castillo de naipes del acomodo partidario se derrumba irremediablemente. Y en medio de la crisis, no hay reflejos. Porque, para colmo de males, la clase política peruana está repleta de novatos. La prohibición de la reelección parlamentaria hizo lo suyo. Al Congreso peruano se le acusa de mafioso -con justificación en algunos casos-, pero se soslaya su amateurismo. Los legisladores nacionales no comparten el lenguaje de los acuerdos, el valor de la palabra empeñada, la mirada más allá del corto plazo. Entonces, no consiguen reaccionar a tiempo y así, como una suerte de macabro experimento social, el lunes 16 de noviembre, Perú amaneció sin Presidente, porque la noche anterior el Congreso no pudo elegir a su reemplazante.

En Chile, en el momento más crítico del estallido social, hubo acuerdo coalicional que evitó el paso al abismo. El pacto por un plebiscito constitucional -mientras las calles ardían- encontró un amortiguamiento momentáneo, una salida institucional al movimiento telúrico de la sociedad. En Perú, nuevamente, se apostó por el personalismo. Un académico moderado, de pañuelo Ascot y con versos de César Vallejo en el libreto, de verbo pausado y trajín en multilaterales, aparece para ocupar el sillón más caliente de la mueblería política peruana. La solución institucional queda en el limbo. La izquierda, con sentido de oportunidad, promueve el enmarcado de un “momento refundacional”; los defensores del modelo económico no parecen percatarse de la amenaza a sus intereses reflejado en el capítulo económico de la Constitución de 1993. En Chile, el lema de “Constitución de Pinochet” fue clave para legitimar moralmente el cambio constitucional. ¿Pasará algo similar con la “Constitución de Fujimori”? La incertidumbre peruana es exponencial en comparación con la chilena.

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