
Gracias ministro

Por Gonzalo Cordero, abogado
En una sola entrevista el ministro Jackson se refirió, con precisión quirúrgica, a las bases de la solución que la modernidad le ha dado al problema político, mediante la democracia: primero, el gobierno basado en un sistema de reglas que limitan y ordenan el ejercicio del poder y, segundo, la igual legitimidad de los proyectos que compiten respetando sus reglas.
Dice el ministro que, si alguien sufre la toma violenta de su propiedad, entonces el Estado debería ceder al chantaje del usurpador y solucionar, de paso, el problema de la víctima con cargo a los impuestos que pagan los chilenos con su trabajo. Y ahí, entiende el ministro, ganamos todos: el chantajista, porque obtiene lo que quiere; la víctima, que pierde su propiedad, pero la sociedad se la paga, seguramente a “precio justo”; y, por último, el conjunto de las personas, que verían como se recupera la paz social.
Así, ya no serían las leyes quienes, impidiendo el uso privado e irracional de la fuerza, determinen las conductas; ahora sería exactamente al revés, las normas se ajustarían al uso de la fuerza y ésta determinaría el sentido del orden social, movilizando en su beneficio los recursos que los contribuyentes proveen para la solución de los problemas comunes. A esto el ministro lo llama “win win”. Sospecho que Carlo Gambino aplaudiría de pie.
El problema de la superioridad moral a la que él aludió tampoco es menor. La izquierda latinoamericana lleva más de un siglo haciendo política de esta manera respecto de la derecha, a la que nunca le ha reconocido el defender un proyecto legítimo y alternativo. Por el contrario, la descalifican como defensora de los espurios intereses de los poderosos, enemiga de la justicia que ellos sí defienden. Ahora le tocó a la centroizquierda una pequeña dosis de este jarabe y comprobó que no solo es amargo, sino que experimentó en carne propia su dañino efecto disociador.
Entendida de esta manera, la política conduce inevitablemente a la tiranía, porque el bien debe imponerse y el mal -identificado con el adversario- debe combatirse con todo el poder posible. Así, las reglas dejan de entenderse como lo que son: garantía de competencia justa y de posibilidad cierta de alternancia, para convertirse en simple herramienta para derrotar a los opositores. Ahora sería Savonarola el que probablemente celebraría entusiasmado.
La democracia, no debiera ser necesario recordarlo, es una forma de gobernar, una solución procesal a un problema sustantivo: la tendencia del ser humano por abusar del poder y sojuzgar al que no lo tiene. Para funcionar, este conjunto de reglas obliga a someterse a las limitaciones que impone y a aceptar su igualdad formal -no material-, ya que ambos son requisitos esenciales del sistema. Del mismo modo que excluye la fuerza privada, inaceptable para la democracia, porque esta es precisamente su alternativa.
Gracias ministro por mostrarnos tan claramente que la libertad, el derecho y la democracia son siempre más frágiles de lo que pensamos.
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