Intelectuales y violencia



Por Alfredo Jocelyn-Holt, historiador

Que académicos más ideologizados que intelectualmente motivados justifiquen la violencia no tiene nada de novedoso. Vienen insistiendo desde los años 1960 y 70. Y aun cuando se escuden en Marx, Nietzsche, Sorel, Fanon, Sartre, Foucault, y ahora último rescaten a un nazi como Carl Schmitt (lo que no deja de ser torcido), no han faltado quienes los han enfrentado y refutado. El pupilaje apologético, eso sí, no se ha desistido en su afán contumaz, siendo esto lo de verdad preocupante.

Se puede incluso graficar entre nosotros con un texto extraordinario, “Las máscaras filosóficas de la violencia” de Jorge Millas que, si bien en su momento impactó y se entendió como una crítica a la dictadura (fue publicado por Ediciones Aconcagua de la DC en 1975 y de nuevo en 1978), uno lo vuelve a leer hoy día (la Fundación Para el Progreso acaba de reeditarlo), y pareciera referirse, no a Marcuse, sino a alguien que podría ser Fernando Atria. Nada de raro. Para este último, actos violentos sirven para acelerar la historia y satisfacer poco menos que a “la Humanidad” (v. gr. la secuencia 18/O-15/N-Convención Constituyente…); son funcionales a un develamiento teleológico, devienen necesarios (el fin justifica los medios); dan cuenta de una realidad, guste o no (“por las buenas o por las malas”); es más, se les puede “trascender” o exculpar (Felix culpa) de llegar a prosperar apoyos mayoritarios que los avalen ex-post (el Apruebo y la nueva Constitución). Todo ello, según Millas, sofismas, pretextos, juego de palabras, o bien, falacias “del género sumo” que es como también llama a esta manera mañosa de razonar a fin de promover un provecho sesgado. El de revolucionarios, cuyas “almas iracundas” serían “una compresora de pasiones, un hervidero de frustraciones, de ambición de vanidades, de compasión, de generosidad, de irritación, de ansias de aventura” que, como filosofía, no pasa test alguno.

Basta con comparar lo que afirman Atria y Jaime Quintana -quien ya antes había dado suficientes señales de mentalidad de empresa de demolición (la “retroexcavadora” y el “yo no la comparto… pero la violencia hizo lo suyo”)- y vemos que ambos recurren a enredosa casuística. Por tanto, no es cuestión solo de intelectuales, o de a quienes no les han sido representadas sus argucias. Al contrario, a Atria se las han hecho ver. Con todo, y he ahí lo insólito, lo han seguido aplaudiendo estudiantes, profesores, autoridades y un posible futuro presidente, en Pío Nono, desde la toma aquella de 2009, en claustros, prensa y otras instancias. Hubo provocaciones similares en los 60 y 70, y vimos qué siguió. En fin, la pregunta que no parece querer hacerse en serio es qué papel juega el desprecio a las instituciones en incentivar la violencia desde dentro de ellas, y cuánta concesión la sigue estimulando.

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