La columna de Matías Rivas: Visita a Julio Cortázar

Julio Cortázar por Sara Facio.


Mi hijo leyó en el colegio el cuento Continuidad de los parques, de Julio Cortázar. En mi tiempo se leía el relato Casa tomada. Constato que aún es un rito de paso para los estudiantes, garantía de esa emoción llamada asombro. Quizá se deba a su eficacia para generar intimidad con el lector.

Cortázar practicaba el arte de jugar sin olvidar el desasosiego. Cautiva por su habilidad para involucrarnos y, a la vez, entrega contención, humor y sentido de lo insólito. Su prosa es limpia, rápida, cercana. En voz baja y sin suspenso refiere historias subyugantes. Jorge Luis Borges advierte: “Nadie puede contar el argumento de un texto de Cortázar; cada texto consta de determinadas palabras en un determinado orden. Si tratamos de resumirlo verificamos que algo precioso se ha perdido”. Esbozo un par. En Carta a una señorita en París el protagonista cuenta cómo empieza a vomitar conejos. No se culpe a nadie consiste en una escena: un tipo intenta ponerse un pulóver azul y no encuentra las mangas.

Escuché cientos de veces el dictamen: lo mejor de Cortázar son sus cuentos. Es posible que sea cierto, incluso definitivo. Pero no descartaría la audacia de sus novelas y libros misceláneos. Rayuela es una obra que se sostiene indemne. Los personajes que la habitan tienen la calidad de inolvidables. Uno convive con ellos mientras conoce sus devenires. Se lee, ahora, sin la necesidad de transformarse en cómplice del autor, como él lo solicitaba.

Los premios acontece en un crucero en el que van una serie de ganadores de un sorteo. En el barco hay una regla: está prohibido ir a la popa. Recuerdo que luego de una operación complicada, Roberto Merino salió de la anestesia con la obsesión de leer ese libro. Lo conseguí y se lo hice llegar. Me contó después que no tenía idea de por qué quería esa lectura con exclusividad. Lo atribuía a los sueños de la anestesia.

Una manera de toparse con Cortázar es a través de su trabajo como traductor: narraciones y ensayos de Edgar Allan Poe, las Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, y Vida y cartas de John Keats, de Lord Hougton. A cada uno de estos clásicos le da el tono preciso y la acentuación exacta para que uno distinga con nitidez sus estilos. Era un conocedor de la historia de los idiomas, de sus formas. La publicación póstuma de las Clases de Literatura, Berkeley 1980, ratifican su comprensión de las capas más delicadas y complejas del arte.

En los años 80 y 90 circulaban discos con Cortázar leyendo. Su frecuencia es suave. Pronuncia un español con rasgos de argentino y acento francés. Algunos adolescentes lo ocupaban como un recurso para seducir. Escuchar a Cortázar en pareja producía un espacio de confianza, una posibilidad de acercarse con la mirada mientras oyen a una voz envolvente que comparte inquietudes metafísicas. Hace poco puse en YouTube su Instrucciones para llorar. Difícil no atender cuando dice: “Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca”.

Despreciar a Cortázar fue una moda intelectual que pasó recién. Durante años fue considerado un escritor con mala vejez. Se reprochaba su actitud revolucionaria tardía y su frivolidad surrealista. Entre sus críticos sobresalían los autores que se inclinaban por un realismo a ultranza. Veían en Raymond Carver y Charles Bukowski un antídoto ante la estela que dejó como herencia el boom latinoamericano.

Con perspectiva, tiendo a pensar que los detractores de Cortázar nunca lo superaron y que la tirria hacia su figura obedecía a una respuesta ingrata ante su fama. Era un tipo afable y distante. En las entrevistas no oculta los rastros de que dejó la soledad en la que escribió su obra. Su reticencia a vivir en Argentina tuvo ribetes mitológicos. La foto que le tomó Sara Facio, en París el año 1967, lo muestra como un galán reservado. Corresponde al período en el que publicó Las armas secretas, volumen que contiene dos cuentos centrales en su producción: El perseguidor, inspirado en el músico Charly Parker, y Las babas del diablo, que pone en escena a un fotógrafo que la leyenda señala que sería Sergio Larraín. Michelangelo Antonioni lo tomó como punto de partida de su película Blow Up.

El enigma que origina la biografía de Cortázar todavía no tiene solución. Se sabe poco de su vida en detalle. Los amores y amistades que cultivó mantuvieron una discreción ejemplar. Nunca ocultó la enfermedad que lo aquejaba, ni sus preferencias. Según los periodistas, era un conversador sagaz, es decir, un experto en confesiones calculadas.

Creo que sigue intacta la fascinación que causa su obra. Leerlo implica alternar con personajes que no se olvidan. Pueden ser raros y estar involucrados en situaciones extravagantes, sin embargo, uno tiene la impresión de que son capaces de sentir y conmoverse. Son verosímiles. Están enredados en la vida. Desean librarse de la neurosis y la ridiculez convertidas en pesadillas. Habitan una realidad delirante, cada vez más próxima.

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