La felicidad de Chile


Por Valentina Latorre, directora social del Servicio Jesuita a Migrantes

Al pensar en los y las más excluidas, la mirada rápidamente se vuelca a las personas migrantes y refugiadas que llegan a nuestro país. Como parte de una movilidad forzada, ellos dejan un origen que ya no es habitable, donde no pueden garantizar a sus hijas e hijos un hogar con comida, techo y seguridad. Vienen a un destino en el que han invertido sus últimos recursos y anhelos, y en el que no tienen ninguna certeza de acceder a elementos mínimos para sobrevivir.

Profundizando la mirada, encontraremos en las esquinas de la macrozona norte, en las carpas de Iquique o en Colchane a personas cansadas o que solo tienen la oportunidad de darse un baño –de aseo- en el mar; aquí también ubicamos a los más excluidos y vulnerados en sus derechos: niñas, niños y adolescentes migrantes, que no han elegido llegar a Chile; juegan, se ríen y ofrecen puñito a modo de saludo.

De acuerdo a las cifras que Carabineros reporta, 2.438 NNA migrantes han llegado a nuestro país este 2021. Qué dolor, qué impotencia, qué frustración nos invaden al ver que no se entrega protección especial a esas niñas y niños.

En Chile, los NNA migrantes tienen acceso a la educación a través del RUT IP. A 2020, del total de la matrícula nacional en educación básica, un 5,3% estaba integrada por niños y niñas migrantes. En sus aulas -con esfuerzo y mucho tesón-, con sus compañeras y compañeros, construyen ciudadanía. Sus profesores, en amplía mayoría, buscan metodologías para mejorar su inclusión y acceso al currículum, celebran la diversidad cultural y procuran conocer su historia e identidad.

En Chile, los NNA migrantes, al igual que adultos, tienen acceso a Fonasa y sus prestaciones de salud. Y, nuevamente, los profesionales del área -muchos migrantes- intentan diariamente que el sistema transite desde su monoculturalidad hacia una inclusión efectiva. En muchas ocasiones, incluso, dedican tiempo fuera de jornada para atender a esas familias que, por miedo a ser expulsadas, dejaron de acercarse a la red de atención primaria de salud.

Pero la protección de la niñez, tanto nacional como migrante, sigue postergada, tal como lo evidencia la falta de una Ley de Garantías. Así, el esfuerzo de profesoras, personal de la salud, miembros de las distintas comunidades de acogida, se queda corto. Las familias que ingresan por pasos no habilitados no tienen posibilidad de regularizar su situación migratoria, y con esto los NNA quedan en vulnerabilidad. No pueden acceder al Registro Social de Hogares (y tampoco a la gratuidad en la educación superior), sus cuidadores no pueden acceder a empleos formales, ni pueden ser parte de los subsidios de vivienda del Estado. La marginalidad los absorbe. Nada vemos del discurso aquel de que las y los niños iban primero.

No podemos taparnos los ojos ante esta dura realidad, pero cualquier esfuerzo de la sociedad civil quedará corto si el Estado no pone toda la voluntad, urgencia y acción que esto requiere. La respuesta debe pensarse desde sus múltiples dimensiones, debe dejar de abordar la migración desde un enfoque securitista, racista y criminalizador, y debe, porque puede, desde los mecanismos que la nueva Ley de Migraciones incluye o desde la Ley de Refugio, regularizar a esas niñas y niños y sus familias, para permitir así que crezcan y se desarrollen como lo merecen.

La felicidad de Chile comienza por los niños, y desde el Servicio Jesuita a Migrantes, en medio de nuestra campaña institucional, subrayamos nuestro llamado a que #CambiemosLaMirada, y, con esto, a que construyamos sin distinción, una sociedad más humana, acogedora e intercultural para todas las niñas y niños. El futuro nos espera.

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