Opinión

La tortura

La tortura

Un tribunal acaba de decretar prisión preventiva para dos de los cuatro formalizados por delito de tortura, por hechos ocurridos entre 2018 y 2020, en el Hospital Base de Osorno. Unos videos, difundidos por medios de comunicación, muestran a los inculpados –todos funcionarios de dicho hospital– cometiendo diversas vejaciones en contra de otro hombre, a la época también trabajador de ese recinto. La víctima aparece maniatada, amordazada, quemada con un chorro de vapor, despojada de sus ropas, rasurada en contra de su voluntad, indefenso y suplicando. Mientras tanto, sus agresores grababan, lanzaban expresiones tanto ofensivas como de júbilo. También se ha sabido que la investigación interna, realizada por el hospital, terminó sin determinar siquiera si los hechos constituían maltrato laboral. Visto lo visto, quienes se escandalizan y demandan responsabilidades, personales e institucionales, tienen toda la razón. Pero, conviene ir más allá. Mirar el lado más oscuro de nuestra humanidad; esa dimensión que tendemos a ignorar o nos cuesta simplemente descifrar, puede ser necesario para buscar respuestas a preguntas morales, políticas y jurídicas relevantes.

¿Qué hace que unas personas torturen a otras? ¿Qué lleva a disfrutar la aflicción y la humillación ajenas? En los años 60 Stanley Milgram demostró algo que Hannah Arendt teorizó en su obra Eichmann en Jerusalén: personas comunes y corrientes –ni psicópatas, ni sádicos– pueden infligir grandes dolores por obediencia a la autoridad, adhesión a un sistema de creencias, deshumanización de sus víctimas o trivialización de su propio comportamiento. Arendt bautizó esta gama de motivaciones y conductas como “la banalidad del mal”. La defensa de uno de los formalizados de Osorno me recordó esta idea. En efecto, arguyó que las conductas investigadas eran “jugarretas” consentidas por la víctima, realizadas para “pasar el tiempo durante la pandemia”.

¿Por qué consideramos tortura unas situaciones y no otras? ¿Con qué métrica graduamos el dolor para castigarlo? ¿Qué es lo determinante? ¿La modalidad, la motivación, el tipo de agente o el tipo de víctima? Catherine MacKinnon ha observado que el fin generalmente atribuido a la tortura es controlar, intimidar o eliminar a quien desafía un régimen político. Es una variante de la violencia política. Por eso, las normas jurídicas exigen que la tortura, para ser tal, sea perpetrada o instigada por agentes oficiales (si los hechos de Osorno hubieran ocurrido en un hospital privado, no tendrían dicha calificación jurídica). MacKinnon ha criticado este enfoque porque excluye formas privadas de producción de sufrimiento extremo, tales como la violencia intrafamiliar o la violación sexual.

En suma, si bien leyes y tratados internacionales prohíben y sancionan el dolor extremo infligido por unos sujetos a otros, la prohibición de la tortura puede no ser tan arraigada a nivel cultural como nos gustaría, ni tan amplia en su ámbito de aplicación como podríamos creer.

Por Yanira Zúñiga, profesora Instituto de Derecho Público, Universidad Austral de Chile

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