La voluntad del pueblo



Por Alfredo Jocelyn-Holt, historiador

A primera vista, esto de que seamos un Pueblo o Nación, un “nosotros” indiferenciado que nos incluye a todos, nos parece evidente. Solemos definirnos de ese modo, como cuando se dice que los chilenos “son así”, aspiran a esto u otro, “Chile despertó, estalló y habló”, “la sociedad chilena exige cambios y está dispuesta a empujarlos”. Aunque, si uno pone más atención en esta personificación, ¿no será que expresiones de este tipo no son sino fórmulas, ficciones legales o mitos, licencias a las que se recurre para servir otras intenciones? El concepto Pueblo es tan ambiguo -incluye y excluye- que es como para tenerle extrema desconfianza. Apropiarse unilateralmente de él puede llevar a consecuencias de lamentar.

Pienso en Rousseau y en su teoría de la voluntad general, cuyo propósito fue desechar la soberanía monárquica y suplantarla con la popular, aunque no menos absolutista e ilimitada. Porque por mucho que todos renunciemos a nuestro poder individual y de ese modo nos compensemos unos a otros por igual (a fin de crear al unísono una sociedad de ciudadanos libres, como postulara el ginebrino), en la práctica nada asegura que se llegue a ello. Trate de averiguar qué quiere de verdad el Pueblo, y comprobará el enredo que resulta. Rousseau descartó la representación y las mayorías por parecerle ambas no confiables (pueden ascender a no más que sumatorias de intereses particulares, o a nuestro 57%+ de indiferentes), aunque llegó a creer que la voluntad general podía encarnarse en un solo individuo y tutor -el Legislador- y esperaba de que se respetaran sus leyes, de lo contrario no quedaría más alternativa que “obligar a ser libres” a los ciudadanos. Que fue cómo lo entendió Robespierre, su más aplicado discípulo, hasta que la navaja dio también con él.

Benjamin Constant no pudo explicar mejor la paradoja con que se topó Rousseau: confíele a uno, a varios, o a todos, semejante soberanía ilimitada, y verá que se sigue ante un tremendo poder y mal unívoco. “La acción que se hace en nombre de todos estando de voluntad o fuerza necesariamente a la disposición de uno o algunos, sucede que dándosela a todos, no es cierto que no se la dé a nadie; por el contrario, se la da a los que actúan en nombre de todos”. De ahí que el Contrato social no termine haciendo otra cosa que prestar su formidable lógica a todo tipo de despotismos, para nada su propósito: Rousseau los deploraba. Lo cual, agregará Constant, lo habría llevado a intuir y espantarse al invocar una fuerza monstruosa, el Pueblo, teniendo que afirmar que la soberanía no podía ser alienada, delegada, ni representada, equivalente a decir que nunca podría ser ejercida (Principios de política, I).

Como para que nuestros convencionales lo tengan en cuenta cuando invoquen al Pueblo, y no se sorprendan de sí mismos después.

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