
La voz de los viejos

Como en tantas partes del globo, Chile envejece. El fenómeno se aborda en todos los Estados como un desafío económico enorme para la política y salud pública. Pero además del desafío económico, el envejecimiento de la población va aparejado con un drama existencial silenciado y latente en la sociedad: abandono, depresión, adicción y suicidio en la vejez son frecuentes. La aceleración tecnológica y la digitalización de la vida moderna, el culto al jovenismo y a una cultura del rendimiento, la hondura del presente con sus urgencias materiales que desarraigan de obligaciones con el pasado o el futuro, o el individualismo indolente de los hijos por los excesos autoritarios de generaciones previas, profundizan la crisis.
Visiones optimistas, como las de los españoles Iñaki Ortega y Antonio Huertas en su “ageingnomics” (oportunidades de una economía del envejecimiento), consideran a los viejos de hoy como actores económicos claves mientras sigan trabajando, ahorrando, produciendo y consumiendo. Pero Chile no es España y a nuestros viejos y viejas difícilmente podamos exigirles esas fuerzas. Aquella “revolución de las canas” tampoco debería ser pedirles que salgan a protestar por sus derechos. ¿Cómo pedirles a quienes ya han dado tanto, que ya caminan con dificultad, que además salgan a marchar? Es perverso solo pensarlo.
No son los viejos los llamados a defender su valor en la sociedad. Se trata más bien de una tarea de la política; una que, en vez de repetir discursos moralizantes y estériles sobre la necesidad de enfoques integrales para abordar el envejecimiento demográfico y sus complejidades, tome en serio la solidaridad intergeneracional como aquel elemento que históricamente ha cohesionado la sociedad –y es su ausencia la que pesa.
“Más sabe el diablo por viejo que por diablo”, dice la sabiduría popular. Hemos complejizado tanto los saberes que olvidamos los más cercanos. El refrán no infiere que todo viejo sea sabio o sepa mejor; solo dice que sabe más, es decir, ha experimentado más. Eso no garantiza certezas, pero ¿quién las tiene? Sin idealizarles, hay que reconocer ese saber vital que poseen y que los ha hecho más dóciles o más huraños, más generosos o más tacaños. Esa experiencia tiene un valor innegable. Quienes tuvimos la fortuna de tener abuelos y abuelas, o de conocer algún “viejo” o “vieja linda” –parafraseando lo que escribe bellamente Agustín Squella en su libro “La vejez” sobre las influencias de esos mayores que nos marcaron vitalmente-, lo sabemos. Jamás habría osado aprender alemán o doctorarme en Alemania, si mi maestro en la Usach Raúl Velozo no lo hubiera sugerido; tampoco a interesarme en los libros tempranamente de no haber visto a mi tata Sergio corregir enciclopedias.
Abundan paternidades y maternidades responsables, pero ¿dónde están los abuelos?
Los más jóvenes sufren ese desamparo como ninguna otra generación y donde los viejos son más necesarios que nunca; no para quitarle peso a las tribulaciones personales, sino para ganar perspectiva y oír al fin la voz de los viejos que en nada sobran.
Por Diana Aurenque, filósofa Universidad de Santiago de Chile
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