Las buenas prácticas

Foto: Photosport
Danilo Rodríguez tenía 17 años, era hemofílico, y en 1990, cuando despuntaba la transición a la democracia, fue asesinado. Agonizó seis días, después de ser salvajemente golpeado por miembros de la Garra Blanca. La razón: ser hincha de la Unión Española.
Fue la primera víctima fatal de las barras bravas en Chile, y causó las primeras promesas de medidas enérgicas contra los vándalos. Treinta años después, las barras viven la cúspide de su poder. Sus huellas están en la quema de al menos una estación de Metro, obligaron a cancelar por primera vez en la historia el campeonato de fútbol y se han erigido en autoridades que dominan desde la impunidad estadios y barrios completos.
Su último logro fue dar por terminado el clásico entre Colo-Colo y Universidad Católica, con el expeditivo recurso de herir a uno de sus propios jugadores. Una vez más, el país se llenó de promesas de mano dura que ya nadie cree.
¿Cómo las barras bravas amasaron tal poder? Según el economista Raghuram Rajan, una sociedad inclusiva es una mesa de tres patas: el Estado, el mercado y la comunidad. Si uno de esos pilares falla, la mesa cojea.
Pues bien, miles de jóvenes chilenos viven en una mesa sin ninguna de esas patas. Durante la dictadura, el Estado se retiró de grandes zonas de Santiago, convertidas en tierra de los "erradicados". Un solo dato para entender la magnitud de ese abandono: entre 1974 y 1990, la inversión pública en educación cayó de 3,8% a 2,5% del PIB.
Según los fanáticos del dogma neoliberal, el mercado llenaría ese vacío. Pero solo lo hizo con quienes resultaban rentables. A los demás se les cerraron las puertas de una educación digna y de un mercado laboral efectivo. Ya sabemos quién reemplazó al Estado y el mercado en esas zonas: el narcotráfico.
El tercer pilar también cayó junto a la dictadura. La Iglesia Católica y los partidos políticos, tradicionales proveedores de comunidad, identidad y sentido, abandonaron las poblaciones para enfocarse en el disfrute del poder y en la disputa por el favor de la élite.
Ese vacío lo llenaron las barras bravas, con un menú copiado de la religión y la política: la promesa de formar parte de una comunidad de semejantes, con sus propias señas de identidad. Ritos y banderas; colores e himnos; héroes y mártires.
A ello le sumó un elemento muy atractivo para adolescentes en un entorno anómico: la glorificación de la violencia. Por cierto, ser barrabrava no es sinónimo de ser delincuente. Es la estructura de estos grupos, más allá de la historia de cada uno de sus miembros, la que es sectaria y destructiva.
Pero, ¿por qué, en 30 años, las barras bravas nunca fueron atacadas en serio por el poder? En breve: porque le fueron útiles.
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Cuando el fútbol era dominado por caudillos, los barrabravas les sirvieron de soldados para dominar, con votos e intimidación, las asambleas y elecciones. El ejemplo paradigmático fue René Orozco, quien les entregó financiamiento e inmuebles ("la escuelita de Los De Abajo") y los defendió a rajatabla, calificándolos de "víctimas". En septiembre pasado, "Anarkía" y "Kramer", líderes históricos de la barra, visitaron a Orozco para celebrar con él su cumpleaños número 89.
Desde la izquierda, a la que pertenecía Orozco, esta relación se justificó legitimando a las barras bravas como expresiones de política popular. Los De Abajo fueron uno de los grupos fundadores de Juntos Podemos, la coalición liderada por el Partido Comunista en 2003.
Los barristas también resultaron perfectos para la batalla callejera por la propaganda electoral, un trabajo clandestino en que prestaban servicios al mismo poder político que proclamaba combatirlos.
Cuando los clubes fueron entregados a las sociedades anónimas deportivas, se prometió que sería el fin de las barras. "La violencia es mala para el negocio", se argumentaba. Pero los nuevos hinchas-empresarios también entendieron que podrían usar a las barras bravas para su propio beneficio.
Gabriel Ruiz-Tagle, cabecilla de la colusión del papel y ministro de Deportes, forjó una estrecha relación de apoyo mutuo con líderes de la Garra Blanca como presidente de la concesionaria de Colo-Colo. "Apoyamos las buenas prácticas de las barras", admitió tras salir a la luz la evidencia que incluía detallados planes de negocios entre el líder garrero "Pancho Malo" y la empresa coludida de Ruiz-Tagle.
¿La violencia es mala para el negocio? Pamplinas: la privatización del fútbol subordinó los negocios a la política. Ruiz-Tagle y Sebastián Piñera compraron Colo-Colo, los UDI José Yuraszeck y Carlos "Choclo" Délano se pelearon el control de la "U", y Joaquín Lavín fue puesto por los mismos Penta como vocero de Wanderers, para apuntalar su candidatura a senador por Valparaíso.
Por lo demás, el verdadero dinero no está en el hincha que es amenazado, cogoteado o acuchillado a la salida del estadio, sino en el que paga por ver el fútbol desde la comodidad de su casa.
Esa relación simbiótica entre barras y poder ya se escapó hace mucho de las manos. Ahora las barras bravas son un enorme poder en sí mismas. En 2019 obligaron al dueño de Azul Azul, Carlos Heller, a renunciar a la presidencia de la "U", y el resto de la historia está tristemente fresca.
Este Frankestein es una criatura del poder. Del que lo hizo nacer al destruir las tres patas de la mesa social. Del que lo usó como su ejército privado. Del que hizo negocios con él hasta volverlo incontrolable.
Hoy, a 30 años de la muerte de Danilo, ya nadie puede controlar sus "buenas prácticas".
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