Lecciones de la guerra en Ucrania



Por Pascal Teixeira, embajador de Francia en Chile

Desde 1945, los europeos pensaron que se habían librado de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, muchas veces representados en la iconografía desde Albrecht Dürer a Viktor Vasnetsov: la conquista, la guerra, la hambruna y la epidemia. El año 2020 experimentó el regreso de la epidemia – y no solamente en Europa –, 2022 ha sido el retorno de la conquista y la guerra. Si bien la disolución de Yugoslavia en la década de los noventa provocó guerras con su seguidilla de muertes y desplazados, es la primera vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial que un país soberano, Ucrania, es atacado e invadido por su país vecino, Rusia, de manera brutal, sangrienta, ilegal y condenada como tal por la casi totalidad de los Estados miembros de las Naciones Unidas. No nos equivoquemos: los argumentos destacados por el Presidente Putin para justificar esta guerra son similares a los que se escuchaban en Europa en los años treinta en circunstancias análogas cuando, a través una cínica inversión de las responsabilidades y una falsificación de la realidad, el agresor pretendía ser el defensor.

Este suceso, impensable e impensado, constituye uno de los mayores puntos de inflexión de la historia. Nos obliga a pensar en su alcance y consecuencias.

Primero, ejemplifica la relación entre la ausencia de democracia y estado de derecho en el interior de un Estado y su comportamiento en el exterior, burlando el derecho internacional. Rusia deberá responder por las violaciones al derecho de la guerra y al derecho internacional humanitario, de las cuales se le hará culpable. Se esperaba que, con la disolución de la Unión Soviética y del Pacto de Varsovia, se terminara la “doctrina Brézhnev” de la soberanía limitada. Sin embargo, a través de un singular atavismo, la Rusia de Vladimir Putin ultraja la soberanía y la independencia de Ucrania y pretende que su seguridad solo se pueda garantizar a costa de sus vecinos. Viola el compromiso -que asumió en el memorándum de Budapest el 5 de diciembre de 1994- de garantizar la seguridad e integridad territorial de Ucrania a cambio de que ésta, por su parte, se adhiera al tratado de no proliferación y finalice el traspaso de su arsenal nuclear a Rusia. La Rusia de Putin denuncia la libre decisión, tomada por los otrora países miembros del bando soviético, de unirse a la Unión Europea y la Alianza Atlántica, mientras que, a través de su propio comportamiento, legitima que estos busquen garantías frente a una Rusia más amenazante que nunca.

La segunda enseñanza es que el mundo multipolar se volvió inestable y peligroso. El sistema internacional está dividido entre, por una parte, la absoluta necesidad de una colaboración para resolver problemas globales urgentes (cambio climático, pérdida de biodiversidad, pandemias), y, por otra, el retorno a la política de potencias y el equilibrio de fuerzas, el revisionismo y el cuestionamiento a las reglas internacionales del juego. ¿Cómo salir de esta contradicción que puede ser fatal, sin hablar del costo del necesario fortalecimiento de las capacidades de defensa que se hará en detrimento de otras prioridades? Una acción concertada y decidida de las democracias es indispensable, tanto para combatir la acción desestabilizadora de esas potencias como para salvar al multilateralismo.

El tercer efecto tiene relación con el cuestionamiento a la ilusión de un “fin de la historia” que conllevaría la globalización. Desde Montesquieu y Bentham, hemos creído que el desarrollo del comercio internacional reduciría los riesgos de una guerra de la cual todos los Estados resultarían perdedores debido a su interdependencia. Sabemos, desde el prolegómeno de la Primera Guerra Mundial, que no es suficiente. El comportamiento de Rusia es un nuevo ejemplo de ello. El comercio no disuade de provocar una guerra, es más, puede ser un arma al servicio de ésta, sobre todo cuando un país es demasiado dependiente de un proveedor o un cliente cuyo régimen no es democrático. La crisis económica de 2009, luego la pandemia y finalmente la guerra en Ucrania concientizaron a los europeos, los más abiertos al comercio internacional, sobre sus vulnerabilidades, en particular en los ámbitos de la energía, los minerales y ciertos productos industriales estratégicos. Es tiempo de repensar nuestras relaciones comerciales y nuestras dependencias. Si bien la globalización abrió oportunidades para centenares de millones de seres humanos, también conlleva serios riesgos. Un aggiornamento se hace necesario, también porque la descarbonización de la economía exige reducir la huella de carbono del transporte internacional. Desde luego, esta lección no aplica solo para Europa.

Por último, para la Unión Europea, la guerra en Ucrania hace más urgente que nunca su autonomía estratégica, lo que Francia y el Presidente Macron anhelan desde hace varios años. Esto se refiere a su defensa, sus capacidades científicas e investigativas, sus políticas energéticas, agrícolas e industriales. Se fundó el proyecto europeo con la esperanza de un mundo post-trágico. El tiempo de las ilusiones se acabó. Entramos en una edad de hierro, o, como lo dice el adagio latín, si vis pacem para bellum. Debemos asumir que la guerra como forma de política internacional volvió a ser posible en Europa, quiérase o no, y que, tal como lo escribió el general de Gaulle, “la defensa es la primera razón de ser del Estado; no puede faltar a esta obligación sin destruirse a sí mismo”.

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