Los nuevos autocomplacientes
Se tiene en alta estima nuestro Presidente. Podríamos considerarlo algo bueno: quien se valora lo suficiente está dispuesto a emprender grandes desafíos. Y gobernar un país sin duda lo es. Sin embargo, el exceso de estima tiene también sus riesgos: puede conducir rápidamente al error, a la desproporción, a la desmesura; a atribuirse papeles y méritos que no corresponden. Y eso es precisamente lo que se advierte en una de las frases más destacadas del mandatario durante esta semana, dedicada a explicar las conclusiones de su última Cuenta Pública. “El que no haya el nivel de protestas del 2011 o el 2019 no es suerte, eso es gobernabilidad. Gobernabilidad es producir acuerdos sociales para canalizarlos institucionalmente y que las transformaciones se canalicen institucionalmente. Y eso es lo que la derecha, históricamente, ha demostrado que tiene poca capacidad de hacer”, aseguró Gabriel Boric.
Como se ve, el Presidente no duda al situarse como causa central del hecho evidente de que hubo menos protestas durante su mandato, así como de la menos comprobable hipótesis según la cual su figura ha ofrecido gobernabilidad. No se trata de ser mezquinos, por cierto, pero sí de exigir honestidad en las afirmaciones. Es esperable que un gobierno defienda sus banderas y proyectos, que omita los tropiezos, que baje el perfil a los desaciertos, pero hay una distancia entre eso y la impostura. La alta estima del Presidente y de su entorno lo dejan en ese último lugar. Porque la ausencia de protestas no ha sido por haber asegurado gobernabilidad, sino debido, en parte, a que son ellos –los voceros de la calle– quienes están en el poder. Y si acaso ha existido tal gobernabilidad, ha sido, en cualquier caso, por factores que no están en sus manos: por suerte. La de contar con una oposición (y no de un oficialismo) que, con todos sus problemas, ha estado dispuesta a llegar a acuerdos con quienes le negaron todo; y la de que exista una ciudadanía que hoy añora más la calma, aunque siga igual de furiosa que hace cinco años, porque vio (en el triste espectáculo de la Convención Constitucional) a lo que estaban dispuestos aquellos que prometieron reivindicarla.
No hay, por tanto, demasiados méritos propios que expliquen la relativa tranquilidad que parece reinar hoy en Chile –¿no hay demasiada audacia en atreverse siquiera a plantear algo así?–, especialmente si se la compara con el 2019. Por lo demás, esa tranquilidad, de ser cierta, no permite dirimir si se debe o no a las respuestas ofrecidas por la política. Chile vive problemas graves y es la ciudadanía quien lo experimenta a diario, aunque ya no salga a las calles. Las reacciones del Hogar de Cristo o TECHO-Chile a la Cuenta Pública ayudan a advertir algunos de ellos, al lamentarse en prensa y redes sociales por la casi inexistente mención del mandatario a la pobreza y a los campamentos. No se trata de defensas corporativas. La pobreza y los campamentos han aumentado como nunca en los últimos y vilipendiados treinta años. Y aunque es evidente que la responsabilidad de ello no se reduce a este gobierno, sí prueba hasta qué punto la autocomplacencia del Presidente es también, y quizás sobre todo, una forma de desconexión. Uno esperaría que luego de tres años en el poder tuvieran una mejor lectura de lo que pasa en el país. Pero ya lo decíamos: el exceso de estima conduce inevitablemente al error de juicio.
Tal vez convenga, entonces, sugerir al gobierno revisar sus conclusiones. Porque si acordamos que han ocurrido cosas buenas en estos años, no ha sido por causa de ellos, sino más bien a su pesar. La cuna del neoliberalismo debía ser refundada; la seguridad no estaba en su horizonte; Chile debía ser un país de puertas abiertas; La Araucanía era el Wallmapu; la ley antiterrorista criminalizaba la lucha indígena, y así, suma y sigue. No podemos pretender que el Presidente lo reconozca en esos términos, por cierto, pero sí podemos pedirle, al menos, algo de sobriedad.
Por Josefina Araos, investigadora del IES
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