Opinión

Más democracia y menos fábulas

Por Juan Ignacio Correa, abogado

Se asegura que en los procesos electorales los independientes tendrán garantizada una competencia en condiciones de plena igualdad con los militantes de los partidos políticos. Al menos, así reza el artículo 18 de la Constitución.

También que estará asegurado el derecho a votar y a ser elegido [artículo 23.1.b) del Pacto de San José, que desde enero de 1991 forma parte de nuestro derecho interno y prevalece sobre toda norma nacional.

Días atrás, la Cámara de Diputados aprobó reglas presentadas a la ciudadanía como facilitadoras para que los independientes compitan en igualdad de condiciones con los partidos en la eventual convención constitucional.

Así, se rebajó el umbral de las firmas requeridas para que los independientes se inscriben, pero se rechazó –por el 69,59% de los diputados– que ellos pudieran pactar con otra lista de independientes o partidos políticos, como es lo usual entre los partidos. Esta arbitraria discriminación ahora será revisada por el Senado.

De ratificarse dicho rechazo, los independientes y los militantes quedarán regidos por normas desiguales: los candidatos de los partidos sumarán todos los votos de su lista para obtener la “cifra repartidora” (que es la que define cuántos candidatos salen elegidos). En cambio, los independientes no lo podrá hacer y tendrán que rascarse con sus propias uñas.

El carácter antidemocrático de esta barrera de entrada se ilustra analógicamente con lo ocurrido en la elección senatorial del Maule el 2017. En aquella ocasión, Andrés Velasco obtuvo la tercera mayoría (10,49%). Pero la votación de su autocrática lista fue inferior a aquella de los partidos tradicionales, siendo desplazado por Ximena Rincón (con el 10,46%), Álvaro Elizalde (con el 8,35%) y Rodrigo Galilea (con el 7,64%), quienes sacaron menos votos que él. Gracias a la “cifra repartidora”, Velasco pasó del tercer lugar al sexto y, por ende, quedó fuera del Senado. Esta sinrazón e injusticia republicana se incorporó al léxico de nuestra historia política como “La Maldición del Maule”.

Ante tal disparidad de reglas, el cuello de los aspirantes independientes pasó a estar tensado por la soga de La Maldición del Maule, reduciendo sus posibilidades de ser elegidos casi a cero.

La retórica de presentar lo aprobado por la Cámara como un beneficio para los independientes, recuerda la extraordinaria novela de Javier Cercas, Anatomía de un instante, cuando narra el actuar de aquellos que querían hacer aparecer al rey de España implicado en el fallido golpe de estado intentado por el teniente coronel Tejero, compromiso que este fabulista califica de “falso, pero, como toda buena mentira, contenía una parte de verdad”.

Describir esta vergonzosa votación de la Cámara –castradora del derecho de los independientes a ser elegidos– como un accionar que equipara a estos últimos con los militantes de los partidos es una combinación intencionalmente equilibrada de una pequeña verdad y un gran engaño y –asimismo– una flagrante violación del Pacto de San José, al imponer a los independientes normas más gravosas que las de los militantes de los partidos.

En el diseño de las instituciones políticas no es lícito efectuar evaluaciones previas sobre cómo me afecta el nuevo orden. Las instituciones justas nacen cuando todos se colocan en una postura original sin consideración a la actual posición. No hay que ser muy sagaz para darse cuenta de que la reforma en curso más que igualar la cancha, es justo lo contrario, consolidando el inconstitucional monopolio de los partidos políticos.

Los partidos políticos, cuya confianza ciudadana –según la última encuesta CEP (diciembre de 2019)– solo alcanza al 2%, suspicacia que también explica el abrumador repudio ciudadano a la opción de la Comisión Mixta Constitucional, aplicaron sin piedad el torniquete de la Ley de Hierro de las Oligarquías, subiendo la barrera de entrada de los independientes y disminuyendo al máximo su factibilidad de ser constituyentes.

Nada puede ser peor para la democracia que contar con partidos mezquinos e indolentes; y que para peor su actuación haga realidad el infierno advertido por Vargas Llosa al relatar que “en el pasado reciente, vivíamos un mundo en el que estaba claro que había una verdad y una mentira y ambas cosas eran incompatibles. Eso ha cambiado. El cambio ha sido determinado por una cultura en que las verdaderas y las mentiras se entreveran, se confunden”.

Ahora, el Senado tiene la palabra.

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