Opinión

Narcomilitares: el caso cero

Droga en base militar de Colchane: hallan medio kilo de pasta base escondido en un termo. Foto referencial: Alex Díaz/Aton Chile ALEX DIAZ/ATON CHILE

Se había advertido desde hace años. Una y otra vez. Mientras los políticos vociferaban alegremente que la criminalidad se solucionaba con el despliegue de las Fuerzas Armadas (¡estados de excepción!, ¡control militar de las fronteras!, ¡uniformados en las poblaciones!), expertos en la materia ponían la voz de alerta.

La advertencia era siempre la misma: los militares no tienen las herramientas para controlar el crimen organizado, y su uso irreflexivo aumenta el riesgo de que sean infiltrados por las bandas criminales.

El ejemplo más obvio es México.

El abogado chileno Francisco Cox pasó varios años investigando al crimen organizado en ese país, por encargo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, tras la desaparición de 43 estudiantes de Ayotzinapa.

Desde entonces, Cox ha adoptado el desagradable rol de ser el agorero de un futuro oscuro. El aguafiestas que advierte de las consecuencias de involucrar sin los adecuados resguardos a las Fuerzas Armadas en el combate contra el crimen organizado.

Cuando México envió militares a combatir el narco en el norte del país, un grupo de uniformados terminó cambiando de bando y liderando el Cartel de los Zetas. Llevaron la lógica militar al mundo del narco: entrenamiento de excelencia, armas de altísimo poder, enfrentamientos de gran violencia.

Los resultados de la “guerra contra el narco” han sido escalofriantes: la violencia escaló y ya se cuentan más de 400 mil víctimas entre muertos y desaparecidos.

“La militarización es un círculo vicioso, una escalada que no tiene fin”, me decía hace ya un año y medio Cox en una entrevista en el podcast Lo Que Importa. Y advertía: “veo que estamos cometiendo los mismos errores de México, los estamos cometiendo todos”.

Hechos similares ocurrieron en Colombia y Venezuela. Es que, para los narcotraficantes, corromper a un militar es el premio mayor. Por algo en su jerga hablan de “soldados”. Qué mejor que un soldado real, con su entrenamiento, armamento y redes logísticas.

En 2021, un informe de Transparencia Internacional calificaba a Chile como un país con “alto riesgo” de corrupción en el área de defensa. El documento era demoledor, advirtiendo “debilidad en los mecanismos de denuncia de irregularidades”, y “resguardos extremadamente débiles contra la corrupción”, ya que “la doctrina militar chilena no aborda la corrupción como un problema estratégico en las operaciones”.

Los casos de “robos” y “pérdidas” de armamento militar que terminaban en manos del narco también se habían repetido una y otra vez.

Pero la clase política hizo oídos sordos.

Era solo cuestión de tiempo que explotara nuestro “caso cero” de infiltración del narco en las Fuerzas Armadas. Y pasó, por triplicado.

Primero fueron seis suboficiales detenidos con 192 kilos de cocaína y pasta base que habían ingresado desde Bolivia, por un valor de 3 mil millones de pesos. Luego, cinco funcionarios de la FACH sorprendidos trasladando ketamina en un vuelo institucional. Y después, el hallazgo de cerca de medio kilo de ovoides de cocaína en un regimiento de Colchane.

El Ejército puso a los detenidos a disposición de la Fiscalía. La FACH, en cambio, se negó a entregar a los responsables y los antecedentes al Ministerio Público. El comandante en jefe de la FACH incluso contradijo al Presidente de la República en un desesperado intento por mantener el caso en la justicia militar.

Trinidad Steinert, la fiscal regional de Tarapacá que lideró el megajuicio contra el Tren de Aragua, tomó la investigación sobre los narcomilitares. Ya acreditó que los uniformados habían realizado al menos 17 traslados de droga, con una estructura logística de varios vehículos para llevar los cargamentos desde Bolivia a Iquique, y de ahí a Santiago.

En el caso de los narcoaviadores, en cambio, la fiscal Steinert ha tenido que perder el tiempo trabando una contienda de competencia ante los tribunales superiores hasta lograr que, a regañadientes, la Fuerza Aérea le traspasara el caso.

Es evidente que la justicia militar, con su sistema decimonónico y secretista, no da garantías. No solo por el riesgo de que “la ropa sucia se lave en casa”, como ha pretendido la FACH, sino porque no tiene la experiencia para investigar causas tan complejas como estas.

Aquí los militares y aviadores ya descubiertos son apenas la punta del iceberg. Las preguntas relevantes son otras: ¿quiénes los encubrían dentro de las instituciones castrenses?, ¿para quién trabajaban?, ¿está el Tren de Aragua detrás de esta operación, como lo hace sospechar la presencia de ketamina, una droga en que se especializa ese cartel?

Aquí se trata de desbaratar estructuras criminales complejas, como ya lo ha hecho con éxito la fiscal Steinert. El Ejército demostró compromiso con la justicia al colaborar. La actitud de la FACH, en cambio, resulta alarmante.

Tampoco la clase política ha estado a la altura. El diputado republicano Luis Fernando Sánchez acusó al gobierno de “faltarle el respeto a la justicia militar” por instruir el traspaso de la causa a la Fiscalía.

Parece que el compromiso político con el combate al narco se queda en los titulares altisonantes. Pero el alineamiento con un alto mando militar es más importante que combatir eficazmente a estas bandas criminales.

Urge un consenso político para estudiar cuidadosamente cómo involucrar a militares en labores de seguridad, cómo combatir la corrupción en las instituciones armadas, cómo compartir la inteligencia militar –hoy celosamente resguardada– con la Fiscalía y las agencias civiles. Y sobre todo, cómo entender que el bien del país está por encima de las peleítas de poder de cualquier grupo, incluida la cúpula de una institución obediente y no deliberante como es la Fuerza Aérea de Chile.

Ya estamos en la ruta que ha llevado a otros países a un espiral de violencia y corrupción incontrolable. Pero aún estamos a tiempo de frenar ese camino. Las alertas son imposibles de ignorar. El caso cero tiene que hacernos despertar.

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