Opinión

Ni salario vital ni subsidio. Una base de derechos materiales

16 Mayo 2025 Gente, trabajadores, pensiones, empleo, caminando, mujeres, hombres. Foto: Andres Perez Andres Perez

El debate sobre cómo garantizar condiciones de vida dignas ha vuelto al centro de la discusión pública. Por un lado, la CUT y sectores del oficialismo han propuesto establecer un “salario vital” de 750 mil pesos como estándar mínimo de ingreso. Por otro, un grupo de economistas encabezado por Rolf Lüders ha planteado una alternativa que combina flexibilización laboral e impuesto negativo, recogida en la propuesta llamada “El Puente”.

Ambas ideas tienen raíces profundas. La propuesta de la CUT responde a una tradición de izquierda que parte de la premisa de que la relación entre capital y trabajo es estructuralmente injusta, y que el Estado debe corregir esa asimetría mediante normas que eleven el piso salarial. Esa lógica, que remonta a Marx y se proyecta hoy en autores como Piketty, busca que los trabajadores reciban una porción más justa del crecimiento económico. La propuesta de Lüders, en cambio, se inscribe en una tradición liberal y tecnocrática. Desde Friedman y Mirrlees, se ha defendido que es mejor corregir desigualdades a través de transferencias monetarias, sin intervenir en los precios del mercado. Una versión más extrema de esta línea es la renta básica universal, que plantea entregar ingresos a todos, sin distinción.

Estas propuestas difieren en su forma, pero comparten una misma limitación. Ambas se concentran en los ingresos, sin hacerse cargo de los bienes que realmente justifican la intervención del Estado. El salario puede ser insuficiente y la transferencia, mal dirigida. Personas que trabajan o reciben ayuda siguen sin poder acceder a salud, educación, vivienda o transporte de calidad. Si ese es el problema, entonces el esfuerzo fiscal que hacemos como sociedad debería orientarse a asegurar ese acceso y no simplemente a entregar dinero.

Porque aunque una transferencia puede aumentar la capacidad de gasto, nada garantiza que ese gasto se dirija a resolver las carencias que motivaron la política. En la práctica, los recursos pueden destinarse a fines tan diversos como consumo suntuario, apuestas o ahorro precautorio. Todo eso puede ser válido desde la libertad individual, pero no necesariamente coherente con el objetivo de reducir la pobreza. Y este no es solo un problema técnico. Es también político. La ciudadanía está dispuesta a pagar impuestos si entiende que ese esfuerzo colectivo asegura condiciones básicas para todos. Pero esa legitimidad se erosiona cuando los recursos no garantizan acceso efectivo a lo esencial.

Por eso propongo cambiar el eje de la discusión. En lugar de garantizar un ingreso mínimo por decreto o entregarlo por la vía de subsidios, el Estado debiera garantizar un estándar de condiciones materiales mínimas. Lo ideal es que las personas alcancen ese estándar gracias a su propio ingreso. Y hacia allá debe orientarse toda política de crecimiento. Pero mientras eso no ocurra, y sabiendo que nunca ocurrirá del todo, la intervención pública debe garantizar el acceso, no el ingreso.

La mejor forma de hacerlo no es con gratuidad universal ni con bonos, sino con un sistema en que cada persona pague lo que puede y el Estado cubra sólo la diferencia para asegurar el acceso efectivo. Al calcular el valor real de ese estándar de vida —salud, educación, vivienda, transporte, conectividad— es probable que su costo supere con creces los 750 mil pesos. Pero como no se trata de transferir todo ese monto, sino de complementar según la capacidad de cada cual, el esfuerzo fiscal requerido sería razonable y totalmente financiable con los ingresos tributarios actuales.

Actualizar el modelo no significa desmantelar el mercado ni abandonar el crecimiento, sino construirle una base ética y material más sólida. Una sociedad que funcione sólo para quienes logran insertarse con éxito es una sociedad inestable. Lo que se necesita no es reemplazar la lógica de mercado, sino establecer las condiciones de justicia que permiten que ese mercado funcione sin sacrificar dignidad.

Por Alfonso Salinas Martínez, presidente de Asiva

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