Opinión

No maten al mensajero: miren al elefante

No maten al mensajero: miren al elefante Andres Perez Andres Perez

El monitoreo de programas públicos, lejos de ser una herramienta tecnocrática, es un termómetro que permite tomarle el pulso al Estado. Y como buen termómetro, a veces muestra fiebre. Lo preocupante es que, pese a los hallazgos que arroja año tras año, seguimos sin actuar en consecuencia. No se trata de matar al mensajero, sino de hacer algo con el mensaje.

El último año se evaluaron 706 programas. Aunque la lista es larga, el gasto está lejos de repartirse de manera equitativa: solo 10 programas —menos del 2% del total— concentran cerca del 60% del presupuesto ejecutado. Son los elefantes del sistema. Al otro extremo, más de 180 programas operan con presupuestos mínimos, que en conjunto apenas alcanzan el 0,2% del gasto total: las hormiguitas. Esta concentración en pocos programas y, a la vez, la proliferación de iniciativas de bajo presupuesto, deja en evidencia una oferta pública desproporcionada y difícil de gestionar.

La atomización de la oferta pública no es solo una cuestión de magnitud, sino también de diseño. En algunas dimensiones —como la de economía y crecimiento— se identifican decenas de programas que abordan problemas similares, como la sostenibilidad de empresas o el fomento al emprendimiento. En vez de articularse en una estrategia coherente, muchas veces estas iniciativas se traslapan o simplemente compiten entre sí.

Pero el desorden o la dispersión no son el único problema: 75 programas presentan deficiencias simultáneas en tres dimensiones clave —focalización, eficiencia y eficacia—. Es decir, fallan en identificar a su público objetivo, en el uso de los recursos y en el logro de resultados. ¿Qué hacemos con ellos? ¿Qué consecuencias reales tienen estos hallazgos?

Aunque es complejo —porque detrás de cada programa hay intereses, grupos de apoyo o resistencias sectoriales—, avanzar en la racionalización es urgente. Y el primer paso es mirar a los elefantes. No podemos seguir tratando igual a un programa de 50 mil millones y a uno de un millón. Los programas que concentran la mayor parte de los recursos deben estar sujetos a un monitoreo más riguroso y a exigencias de rendición de cuentas proporcionales a su magnitud. Después será momento de evaluar qué hormiguitas necesitamos realmente.

El monitoreo, como la UF, puede no gustar, pero cumple una función indispensable. Así como eliminar la UF no detendría la inflación, dejar de mirar los datos no resolverá los problemas del gasto público. Lo que sí debemos repensar es qué hacemos con la información que el monitoreo entrega. Porque monitorear es apenas el punto de partida, es una señal de alerta que exige acción, no indiferencia. Los recursos públicos son limitados, las necesidades sociales son múltiples y el tiempo para actuar con responsabilidad se acorta. Ignorar lo que ya sabemos —con evidencia en mano— es, en el fondo, resignarse a un Estado que se administra por inercia y no por propósito.

Por Ignacio Irarrázaval, Centro de Políticas Públicas UC

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