Nuestra discusión pública
Por Cristóbal Aguilera, profesor de Derecho Universidad Finis Terrae
No es ninguna novedad decir que, en la actualidad, el destinatario del discurso de nuestros parlamentarios no es otro parlamentario que piensa diferente, sino que, por encima de él, es la opinión pública. Si antes los discursos tenían por objeto convencer o persuadir a quien estaba en la vereda del frente, hoy lo único que interesa es atraer la mirada de la galería.
Alguien podría juzgar lo anterior como un cambio positivo. Si es el voto del pueblo la razón por la que esos señores están sentados donde están, es ante él que deben primeramente responder por sus decisiones. El problema es, entre otros, que entre los parlamentarios y sus votantes (o “el pueblo”) es imposible que se dé una verdadera deliberación o diálogo político. En realidad, puestas así las cosas, lo más probable es que esta singular relación entre los políticos y la ciudadanía degenere al punto de convertirse en una de tipo mercantil: el primero lanza ofertas que el segundo juzga por redes sociales. Esto es, de hecho, lo que hoy ocurre en nuestro país.
Es difícil imaginar un caldo de cultivo más propicio para la demagogia. Para alguien, como la mayoría de nuestros políticos, que se ha acostumbrado a vivir del espectáculo, es casi imposible no sucumbir ante la tentación de los halagos, de la comodidad de prometer el cielo y la tierra, de ser la “auténtica” voz del pueblo, de tener una legitimidad que sobrepasa los votos en las urnas. Se genera, así, un circulo vicioso que es demasiado difícil de romper, porque se alimenta de algo tan sencillo como los corazoncitos en Twitter. No hay que despreciar, sin embargo, la dificultad de mantenerse en la cresta de la ola, porque eso requiere de una oferta tras otra (ofertas que en algún momento se acaban); por eso el primer, segundo, tercer, cuarto y quinto retiro del 10% de los fondos previsionales.
Todo esto se ha cimentado al mismo tiempo que las negociaciones políticas son criticadas con mucha dureza: son pura cocina, nos dicen. Algo despreciable, porque normalmente esas conversaciones no son posibles de ser juzgadas por el pueblo. Frente a ello, lo que se reclama es transparencia. A lo que se aspira es, en efecto, que los políticos no puedan decir nada, a menos que aquello que dicen pueda ser escuchado por todos. Así, obviamente, nadie conversa tranquilo, sobre todo en la era de las funas (otro fenómeno que va a la par de todo esto). Las funas son, en este sentido, algo similar a la reacción furiosa de un consumidor que recibe un producto que no tiene las características exactas que él esperaba.
Si es imposible discutir con alguien que tiene una pistola debajo de la mesa, también lo es si uno está consciente de que el diálogo es observado por una multitud de espectadores que están esperando ver a quién derribar primero (digo primero, porque, a pesar de que algunos ingenuos lo nieguen, bajo esta lógica, al final, todos terminan cayendo). Más todavía: si uno está consciente de que la persona con la que uno intenta dialogar tiene puesta su atención y dirige sus palabras precisamente a esa multitud. La opinión pública se ha erigido, así, como un verdadero verdugo a la que los políticos le temen. Por ello, o se rinden ante las posiciones más populares, aunque sean dañinas, o las enfrentan atrincherándose en sus posturas. Es decir, o le hablan a la galería que grita más fuerte o le hablan a su propia hinchada.
Nada de lo anterior quiere decir que la política debe operar entre cuatro paredes y que no sea deseable que las razones por las cuales se adopta tal o cual política sean efectivamente públicas. La discusión pública requiere que los políticos estén constantemente sometidos a juicio y que den razón de sus posturas. Sin embargo, para que exista una discusión pública digna de llamarse así, es indispensable que existan políticos que estén a la altura, es decir, que estén dispuestos a deliberar y dialogar en pos del bien común a pesar de sus diferencias, y que ofrezcan argumentos para defender sus posturas.
De un tiempo a esta parte, sin embargo, nada de esto tenemos: nuestra opinión pública está capturada por las redes sociales que la han convertido en un circo, nuestros políticos se han rendido, algunos de un modo sinceramente patético, ante el espectáculo, y qué decir de las razones: hoy, ofrecer algo así como un argumento sofisticado, es ser casi un idiota. De hecho, si tuviéramos que constatar que es lo que hoy predomina, diríamos que es el irritable e insultante tono de una señora que, por nuestra alicaída situación político-institucional, ha venido marcando la pauta pública durante los últimos meses.
Todo esto no sería insólitamente preocupante si no fuera porque en poco tiempo se instalara una Convención que estará a cargo de redactar una nueva Constitución. Si todos los defectos de nuestro Congreso (y estos no son los únicos) se traspasan al órgano constituyente, el desastre que se nos viene es difícil de medir.
Si los convencionales no se convencen de que sus discursos deben primeramente mirar y convencer, a través de razones y argumentos públicos, a otro convencional, y que, más allá de las consignas e identidades que se intentarán imponer, lo que debe tenerse a la vista antes que todo es el bien de la sociedad en su conjunto, entonces habremos creado, en medio de uno de los momentos políticos más delicados de nuestra historia, una caja de resonancia que amplificará los vicios de la, posiblemente, peor clase política que ha existido en nuestro país.
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