
Obituario del Bar Nacional

Patricio Hidalgo es abogado.
Aunque tiene sucursales, se conoce como “Bar Nacional”, así, sin apellidos, al que cerrará sus puertas definitivamente este once de marzo, luego de 62 años de funcionamiento.
Se acaba con él la barra más tradicional de Santiago, con una extensión de metros, precios y horarios que permitía que estuviera compartiendo, hombro con hombro, un ministro de la Corte Suprema con un administrativo de Notaría, un gerente que tuvo que “bajar” al centro con un joven estudiante en práctica, un ex futbolista venido a menos con un turista profitando de un buen tipo de cambio. Todos estos ejemplos son concretos. Famoso era el caso de un ex candidato a la presidencia de nuestro máximo tribunal, de impecable trayectoria, hoy jubilado, que era saludado por un ex compañero de colegio con una fuerte apretada de hombros y el grito de “Dejan entrar puros jueces corruptos a este boliche”. Este tipo de encuentros espontáneos eran un clásico del local. Uno iba con la expectativa imprecisa de reconocer a alguien, desde un familiar cercano hasta un parroquiano que de tanto coincidir se transformaba en un conversador ocasional.
Como toda barra permitía tomar alcohol en solitario, en plena jornada laboral y sin que nadie siquiera se atreviera a toser. El pisco sour nunca tuvo rivales, y tenía una ritualidad para los más conocidos. Primero se servía medio vaso para “probar si estaba bueno”. Luego de encontrarlo perfecto, acabándolo de un sorbo, se rellenaba el vaso hasta su 100%, incluyendo un tercer refuerzo cuando algo sobraba en la coctelera. La variante más exótica era el Pisco Sour “Erótico”. Esa era la contraseña para que le echaban un chorro de whisky Vat 69 a la mezcla.
Además de las promociones de desayuno y empanadas, lo más clásico eran los platos de fondo como para dormir una siesta. Pastel de choclo, cazuela, mechada, malaya, plateada, guatitas y sándwich de vuelo propio, como el Suizo, que mezclaba con virtuosismo queso caliente, mayonesa casera y hamburguesa condimentada sin remilgos. A lo anterior se sumaban dos joyas de la corona: el caldo Gallo, capaz de salvar un día laboral cuando no se ha dormido la noche anterior, servido en una paila de metal, con mucha carne molida y un huevo puesto justo antes de servir, y el crudo, mezclado y batido en la misma barra.
Pero el alma del boliche eran sus garzones, capaces de volar en un espacio angosto y repleto. Su líder natural en los últimos años era Israel. Tenía algunas reglas estrictas, como no demorarse demasiado en comer (“aquí no se viene a conversar”, decía siempre), pero tenía una vocación al cliente que ya se quisiera cualquier transnacional. En la mitad menos popular de la barra reinaba Juan, un hombre cándido y desacelerado que tenía el aspecto de un niño gigante, peinado para el lado a presión y con los ojos arrancando de su órbita. Uno era hincha de Colo-Colo, el otro de la U y ese era tema obligado todos los lunes.
Cuando un bar se termina, son miles de caras y millones de palabras las que desaparecen sin posibilidad de retorno. Los “Canarios” (así nos llamaban a los más asiduos) sentimos hoy esa pérdida, que apenas se mitigará cuando nos reconozcamos como almas en pena, vagando por entre vitrinas, buscando otra barra en donde nos saluden por el nombre.
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