Opinión

Paga Moya

FOTO: ÓSCAR GUERRA / AGENCIAUNO

En política fiscal, los números rara vez hablan solos. Lo que se va a discutir en el Congreso en las próximas semanas no son solo planillas Excel, sino decisiones que definen qué país tendremos a partir del próximo año. Y en la previa del presupuesto 2026, hay un patrón preocupante: el gobierno está trasladando a la siguiente administración una parte significativa de los costos que debería asumir hoy. No es una casualidad ni un error de cálculo, es una estrategia política deliberada para ocultar la irresponsabilidad fiscal.

El caso más simbólico es el de los más de 500 millones de pesos que el Estado deberá transferir a ENAP. El proyecto “Gas a precio justo”, una fracasada maniobra política destinada a influir en la contienda electoral del plebiscito de 2022, no solo generó pérdidas millonarias, sino que dejó al gobierno en deuda con una de sus empresas estratégicas. La Contraloría ordenó reponer recursos y abrir sumarios, y ENAP ya advirtió que el plan provocaría un daño patrimonial evidente. ¿La solución del gobierno? Postergar el pago, traspasarlo al presupuesto del próximo año y dejar que otro lo resuelva. Es la misma lógica de quien esconde la basura bajo la alfombra: no se ve, pero sigue ahí.

El problema es que no se trata de un caso aislado. Diversos gastos comprometidos para 2025 están siendo “reprogramados” o “diferidos”, en un ejercicio contable que busca aliviar la caja fiscal en año electoral y maquillar la magnitud del déficit. Es una maniobra de ilusionismo: se intenta mostrar cifras más ordenadas hoy, pero se deja a la próxima administración la cuenta inflada. En vez de sincerar el estado de las finanzas, se prefiere patear los problemas hacia adelante.

Este tipo de prácticas tiene dos consecuencias graves. La primera es la pérdida de credibilidad fiscal. Chile, que alguna vez fue ejemplo de responsabilidad y transparencia en el manejo de sus cuentas públicas, aparece ahora como un país que acomoda las cifras según conveniencia política. La segunda, aún más grave, es la hipoteca del futuro. Cada peso que se posterga no desaparece: se multiplica en intereses, en deuda y en restricciones para financiar políticas sociales urgentes. La salud, la seguridad y la educación, que ya enfrentan déficits estructurales, verán recortados sus márgenes porque los recursos se comprometieron en salvar proyectos mal diseñados o gastos populistas.

La discusión presupuestaria, entonces, no es un debate técnico sino político en el sentido más profundo: ¿seguiremos gastando como si el dinero fuera infinito, dejando que otros paguen la cuenta, o vamos a recuperar el principio básico de que cada gobierno debe hacerse responsable de sus decisiones? El país necesita volver a la seriedad fiscal, no solo por números, sino porque detrás de ellos están las familias que también dependen de un Estado que funcione.

Los $500 millones de ENAP quedarán como un ícono de esta estrategia. Un monumento a la improvisación y a la irresponsabilidad: un programa anunciado con bombos y platillos, convertido en boomerang financiero, que ahora se intenta esconder en el presupuesto futuro. Pero la realidad es tozuda. Tarde o temprano, esas cuentas llegarán. Y será el próximo gobierno quien deba ordenar la casa, ajustar el gasto y recuperar la confianza que hoy se está dilapidando.

En tiempos de incertidumbre, los chilenos necesitan certezas. Y nada da más certeza que un Estado que cumple sus compromisos y no juega con los recursos de todos. El presupuesto tiene que volver a ser lo que siempre fue: un pacto de responsabilidad con el presente y con el futuro de Chile. Y los responsables de este desastre tienen que ser señalados y pagar la cuenta. Para que no la siga pagando Moya.

Por Cristián Valenzuela, abogado

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