Preexistencias



Cuando los efectos de la pandemia parecieran no dejar espacio para ninguna otra preocupación, Mario Marcel -presidente del Banco Central- puso la mirada un poco más allá: terminada la emergencia sanitaria, afirmó, la recuperación económica dependerá principalmente del “encauzamiento institucional” de la crisis iniciada el 18 de octubre, es decir, de la capacidad del proceso constituyente de reducir la incertidumbre y evitar nuevos episodios de violencia. En otras palabras, el desafío que enfrentará el país luego de finalizado el ciclo de la epidemia será político: generar un cauce institucional con grados razonables de legitimidad y acuerdo, que permita abordar tanto las causas del malestar social como el nuevo momento económico.

La irrupción del coronavirus ha sido lo suficientemente devastadora como para dejar en la trastienda la gravedad del proceso iniciado en octubre pasado y, sobre todo, sus más delicadas expresiones: deterioro de la convivencia y del orden público, polarización y violencia, destrucción de bienes públicos y privados, pérdida de legitimidad de las instituciones, entre otras cosas. Al igual que en todo el planeta, la pandemia va a dejar en Chile duras secuelas sociales y económicas. Pero a diferencia de otros países, aquí deberemos enfrentarlas sin grados mínimos de consenso político, con sectores no marginales que han buscado remover a un gobierno legítimo y ad portas de un proceso constituyente que, en caso de ratificarse, nos tendrá al menos dos años redefiniendo las bases de nuestra arquitectura institucional.

En resumen, en estas condiciones no será fácil disminuir la incertidumbre y evitar nuevas espirales de violencia. Quizás se podría apostar a que la gravedad del nuevo escenario económico ayudará a imponer una necesaria sensatez y moderación en el conjunto de los actores, pero al menos lo observado hasta ahora no permite ser muy optimista al respecto. Al contrario, la crispación en el sistema político ha disminuido bastante poco y el ánimo de colaboración con la autoridad que -guste o no- tiene a su cargo la administración de la crisis, no ha estado a la altura de las circunstancias. Habrá que ver lo que ocurre en las semanas que vienen, seguramente las más duras, pero las señales no son auspiciosas; más bien parecen anticipar que, en términos de clima político, cuando la curva epidémica termine de amainar nos encontraremos en un cuadro no muy distinto al observado hasta principios de marzo.

Tarde o temprano, con su carga de angustia, de estrés y de muerte, el ciclo natural de la epidemia llegará a su fin. Entre sus impactos quedará una crisis económica de envergadura, una realidad que va a requerir una voluntad de acuerdos y de colaboración que, simplemente, hoy no existe en Chile. Así, no sería extraño que en este esfuerzo de recuperación termináramos por confirmar que muchos de los atavismos históricos que han aflorado a la superficie en los últimos meses, nuestros males preexistentes, pueden ser incluso más dañinos y mortales que el propio virus.

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