Reducir el riesgo de desastres: una oportunidad de otra política



Por Andrés Pereira, investigador del Centro de Investigación para la Gestión Integrada del Riesgo de Desastres (CIGIDEN)

El giro del próximo gobierno de enfrentar con sentido de urgencia la crisis climática parece ser claro. Haber designado a la destacada climatóloga Maisa Rojas para encabezar el Ministerio del Medio Ambiente es una señal que nos indica va en esa dirección. Según ha expresado la futura ministra, su particular preocupación no es solo acelerar decididamente la mitigación del cambio climático, sino también abordar las vulnerabilidades y la adaptación.

Dicha conciencia resulta muy importante en tanto permite avisorar que el enfoque de la política ambiental, además de transversalizarse en el Estado, debiera también enfatizar el trabajo a nivel de los territorios locales. Resultará imperativo buscar allí una integración y coordinación inteligente entre las acciones de adaptación al cambio climático y los esfuerzos por reducir el riesgo de posibles desastres.

En particular, las comunidades locales son la primera línea de los efectos encadenados y cada vez más catastróficos de la emergencia climática, los que lejos de ser “naturales” —hay que insistir majaderamente en ello— son socialmente construidos y profundamente políticos.

A la progresiva intensificación de los eventos climáticos —ya demostrada, de causa humana— cabe sumar que los factores que incrementan el riesgo de desastres están estrechamente relacionados con nuestro modelo de desarrollo. Según el World Risk Report 2021, Chile es uno de los países con mayor índice de riesgo de desastres en el mundo, definido por los niveles de exposición y vulnerabilidad a eventos extremo. Estos dos factores son absolutamente dependientes de las política sociales.

Sin ir más lejos, entre fines de 2021 y principios de este año, dos desastres, el incendio forestal en Castro y el incendio del campamento Laguna Verde en Iquique, dejaron un dramático saldo de 220 viviendas quemadas y casi un millar de personas damnificadas, y pusieron una vez más en cuestión las políticas de planificación urbana y territorial, y las estrategias de Reducción del Riesgo de Desastres (RRD). En definitiva, interpelaron a la presencia fantasmagórica del Estado frente a comunidades humanas y no-humanas, sacrificadas y abandonadas hace décadas en la intemperie de la ley del mercado.

Lo que ha propuesto el nuevo gobierno en esta materia resulta innovador, pues considera inéditamente un abordaje integral del problema, con perspectiva en las vulnerabilidades y desde los territorios. Así, en el contexto de la crisis climática e institucional por el que atraviesa el país, cumplir con este compromiso supondrá no solo un avance para enfrentar la emergencia ambiental, sino también una profunda oportunidad en términos políticos en al menos dos sentidos.

En primer lugar, significaría el retorno del Estado a las localidades mediante la implementación de programas de trabajo conjunto y de fortalecimiento de la participación e incidencia de actorías sociales y comunidades en la toma de las decisiones que los involucran. Esto contribuiría paulatina pero consistentemente a reconstruir el fragmentado tejido social de base y su vínculo con el Estado.

En segundo lugar, una “politización” de las estrategias para RRD implicaría también una reformulación de la política en sí misma. Las cosas definitivamente no pueden seguir haciéndose como hasta ahora, por el contrario, es indispensable incorporar —como se ha propuesto— conocimientos y prácticas situadas, y soluciones basadas en la naturaleza. Y esto redundará ineludiblemente en un otro modo de hacer política, de abajo hacia arriba y de cara a los urgentes desafíos que la crisis ambiental impone para la Reducción de Riesgo de Desastres y adaptación al cambio climático.

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