
Resquicios, separación de poderes e institucionalidad

Por Luciano Simonetti, Libertad y Desarrollo
El Congreso ha institucionalizado los resquicios constitucionales. Lo que hace unos meses parecían acciones aisladas hoy constituyen una verdadera política de cogobierno impulsada por un Parlamento que, con mayoría opositora y la complicidad -a veces muda, a veces activa- del oficialismo, se ha empeñado en quebrantar sistemáticamente el sistema de separación de poderes y frenos y contrapesos nacional, atribuyéndose potestades gubernamentales y vulnerando las prerrogativas que la Constitución entrega al Ejecutivo para garantizar el armónico equilibrio entre ambos poderes. La instauración de un sistema previsional de reparto, el impuesto a los “súper ricos”, la autorización del retiro de fondos previsionales, entre otras, son iniciativas presentadas formalmente como reformas constitucionales con el único afán de sortear la norma de iniciativa exclusiva del Presidente, dique contra potenciales populismos parlamentarios y fruto de una dilatada tradición constitucional.
Si bien tales iniciativas son transgresiones elusivas para impulsar una política pública concreta, consideradas en su conjunto conforman una ofensiva para redibujar el esquema de poder en Chile, al margen de la legalidad imperante. Hoy, el Parlamento se encuentra en una batalla declarada por sortear las facultades que la Constitución entrega al Ejecutivo, justamente para contrarrestar sus atribuciones y evitar la concentración del poder. El actuar del Congreso es tan evidente y desvergonzado que incluso sus líderes, parlamentarios supuestamente moderados, han hecho llamados públicos a transgredir la Constitución y a instaurar un parlamentarismo de facto.
Los entusiastas parlamentarios probablemente consideran que este proceder está justificado pues, como dijera hace no mucho un profesor de Derecho, contaríamos con un “cadáver de Constitución”. Así, estos resquicios no harían más que acelerar el declive final de la actual Carta Magna y la instauración de una nueva, con un equilibrio distinto entre los poderes del Estado. Sin embargo, lo que no parecen entender es que no es solo esta Constitución en particular la que están sepultando, sino la institucionalidad como un todo. En efecto, las normas no son opresión institucionalizada, como si de su eliminación se siguiera una utópica emancipación, sino la condición que posibilita un coexistir pacífico, colaborativo, deliberativo y plural. La vulneración de las normas fundamentales imperantes, particularmente las que aseguran la limitación de los poderes públicos, precarizan el estado de derecho, de lo que se sigue el declive de la deliberación democrática y la erosión de la comunidad política.
No se percatan, a su vez, que la institucionalización de los resquicios constitucionales por parte de un poder del Estado que, obcecado con su hipertrofia, desprecia las mismas reglas que posibilitan su existencia, genera una profunda deslegitimación de la praxis política, de las normas y de la institucionalidad en general. Tal efecto pervivirá en el tiempo, con independencia de que se dicte o no una nueva Constitución. Ante este escenario, resulta a lo menos paradójico que sea el Congreso, el órgano central en todo régimen democrático, quien más ha contribuido a su decadencia.
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