Rol de la formación docente para una convivencia pacífica

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Hay al menos dos caminos para mitigar la violencia en una sociedad: el camino del control policial y el camino de la educación. El primero es eminentemente reactivo; el segundo, preventivo. Ambos parecen necesarios en cierta medida y, paradójicamente, ambos son violentos también. La violencia del control policial es evidente; la violencia de la educación, no tanto y no siempre, pero la teoría educacional, sobre todo la desarrollada a partir de la segunda mitad del siglo XX, se ha encargado de hacerla visible. Algunos hablan de violencia "simbólica", otros de violencia "psicológica", y en algunas escuelas se da todavía con demasiada frecuencia el maltrato físico. Aún así, la sociedad espera que en las escuelas los ciudadanos aprendan a convivir de manera más o menos pacífica y respetuosa, y de hecho así lo mandata nuestra Ley General de Educación dentro de los objetivos generales de la enseñanza básica. La escuela puede ser una institución violenta hasta cierto punto, pero esa violencia se prefiere a la violencia del asesinato, la tortura, la explotación, el abuso sexual y, en general, de cualquier otra conducta antisocial que atente contra la dignidad de las personas. Y lo mismo se puede decir de la policía.  

Pero pasa cada cierto tiempo que la violencia de las instituciones educativas y policiales se vuelve tan inaceptable como la de aquellas conductas antisociales. A veces el asesino es el policía; a veces, la explotación y el abuso ocurren en la escuela. Por cierto que sí. Todos lo sabemos, y por eso tenemos el deber de no tapar el sol con un dedo: el deber ciudadano de estar atentos a los excesos de violencia institucionalizada, prevenirlos en la medida de lo posible y detenerlos en forma oportuna cuando ocurren, reparando el daño causado. Si bien necesitamos instituciones que prevengan y reaccionen ante la violencia, también necesitamos una ciudadanía consciente y empoderada que mantenga la acción de esas instituciones dentro de los márgenes de lo éticamente admisible. Necesitamos una ciudadanía educada.

O sea que la educación para una convivencia pacífica y respetuosa incluye la educación cívica: la preparación de ciudadanos responsables y comprometidos activamente con el bien público. Ciudadanos que sepan reaccionar oportunamente ante los abusos institucionales, y que puedan prevenirlos desde el interior de las instituciones. Necesitamos una policía educada: una que aspire no solo a la mantención del orden y los valores patrios, sino también a la creación de una cultura de paz y respeto entre las personas. Y necesitamos educadores educados: profesores dispuestos a hacerse cargo de la violencia en las escuelas, conscientes del rol fundamental que tienen en el proceso de formación de ciudadanos. No importa qué asignaturas enseñen, porque todos son, ante todo, formadores de ciudadanos. En ese sentido, la educación cívica no es otra materia que se agrega a las matemáticas, el lenguaje y el resto de las asignaturas. Es el corazón de todo proceso educativo en una sociedad democrática: el trasfondo sobre el cual debiese desplegarse la enseñanza de cualquier asignatura.      

La educación de las policías está fuera de mi área de experticia, pero como investigador en educación y formador de profesores para las escuelas de Chile —y de La Araucanía en particular— he constatado que las políticas públicas sobre formación docente se han focalizado mucho más en la preparación de educadores para la enseñanza de las asignaturas que en la preparación de educadores para la formación de ciudadanos. Si a esto se suma la importancia cardinal que tienen para nuestro sistema escolar las pruebas estandarizadas (Simce y PSU), también debida a la política educativa reciente, queda bien claro el poco incentivo que dicha política hace a la educación cívica, más allá de la discusión sobre si debe o no haber una materia con ese nombre. Mientras el sistema escolar y la formación docente sean concebidos a la luz de las asignaturas y las mediciones estandarizadas, la formación integral de ciudadanos —y buena parte del aporte que la educación puede hacer a la paz social— seguirá siendo poco más que una linda declaración de intenciones. 

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