Segunda vuelta: apelando a los votos prestados
Los resultados de las elecciones del domingo pasado han provocado un giro sustancial en el rumbo que hasta ese momento llevaba la carrera presidencial. La percepción era que el país se encaminaba hacia una profunda polarización, tal que el electorado terminaría atrincherado en dos bandos irreconciliables. La dicotomía orden y crecimiento, versus fin del modelo y cambios radicales, permeó sobre todo en la última etapa de la campaña.
El hecho de que ni José Antonio Kast ni Gabriel Boric hayan logrado pasar a la segunda vuelta con claro favoritismo, y que las opciones que encarnaban la centroderecha y la centroizquierda quedaron relegadas al cuarto y quinto lugar, respectivamente, no deben llevar a suponer que el país se ha polarizado en los términos que tanto se temía, y por tanto que la campaña de segunda vuelta, así como el gobierno que de allí surja, deben dirigirse hacia los extremos. Ello constituiría una lectura profundamente errada de la realidad política, y aquel sector que tenga la tentación de edificar su proyecto político sobre la base de esa premisa, arriesga su fracaso.
Siendo correcto que las dos candidaturas que representaban visiones muy distintas lograron imponerse en primera vuelta, ninguna logró obtener el 30%. Esto también se refrenda en el hecho de que a pesar de que ha sido la elección probablemente más incierta en décadas, la participación electoral alcanzó al 47%, un número si bien razonable, está en línea de lo que ha sido el promedio de participación en la primera vuelta desde que hay voto voluntario. Es difícil sostener que el país se ha sumido en un ambiente de polarización cuando el 53% del padrón optó por no movilizarse.
Igualmente decidor es la composición del Congreso que debutará a partir de marzo del próximo año. Otra vez los electores han querido dar una muestra de prudente contrapeso, y a ninguna fuerza se le dio la mayoría suficiente para poder llevar a cabo reformas estructurales sin que previamente deban ser ampliamente negociadas. Es evidente que, sin la mayoría parlamentaria, la conclusión es que en el próximo período difícilmente habrá un gobierno de extrema derecha, o de extrema izquierda.
Los resultados ciertamente han apabullado más a los sectores que se identificaron con la izquierda más radicalizada. Esta aparecía como una fuerza incontrarrestable, cuyo poder emanaba sobre todo de la convulsión social tras el 19-O, del arrollador resultado en el plebiscito constitucional en favor de una nueva carta magna, y del paupérrimo resultado de la derecha en la elección de convencionales, alcaldes y gobernadores. Frente a este cuadro, hubo muchos -sobre todo los segmentos más jóvenes- que asumieron equivocadamente el diagnóstico de que el país en su mayoría estaba comprometido con cambios radicales y que solo cabía avanzar en una dirección. Pero los resultados de este domingo fueron un patente baño de realidad, en cuanto a que, junto con cambios, también se demanda orden y estabilidad, sin que pueda pasarse por alto que el Frente Amplio y el Partido Comunista solo lograron 1,8 millones de votos, es decir, similar a lo que Gabriel Boric y Daniel Jade obtuvieron conjuntamente en las pasadas primarias. Así, lo que parecía un destino sellado, y una sociedad muy transformada, al momento de contar los votos se demostró que el país no ha cambiado sustancialmente, lo que por cierto es una señal esperanzadora.
A partir de esta realidad han de extraerse importantes conclusiones. Una de las más significativas es que dado que ninguna de las candidaturas cuenta con votos propios para triunfar en segunda vuelta, necesariamente deberá recurrir a votos prestados para conformar una mayoría. Ello implica que deberán comenzar a moderar sus propuestas programáticas -como de hecho Kast y Boric ya lo están haciendo, reclutando en sus comandos a personalidades más transversales y con claro perfil técnico- para lograr llegar a sectores más amplios.
La experiencia del actual gobierno de Sebastián Piñera debe ser ilustrativa sobre la importancia de tomarle el peso a recibir votos prestados y no dilapidar esa confianza. El categórico triunfo de Piñera en la segunda vuelta de diciembre de 2017 -con el 54% de los votos, a pesar de que en la primera vuelta todas las candidaturas de izquierda sumaban el 55%-, fue rápidamente diluyéndose, producto de un gobierno personalista, que dejó de lado las grandes prioridades de los chilenos -también fue evidente la desafección al interior de su propia coalición- para enfocarse en agendas de interés para el Mandatario, pero con escasa sintonía con la población.
Sea Kast o Boric quien triunfe, lo hará con votos de aquellos que no pertenecen a sus respectivos núcleos, y por tanto deberán ser muy cuidadosos con esta responsabilidad. Eso parte por establecer los diagnósticos correctos de la realidad, que distan de la radicalización y de asumir que el país ha caído en un completo desastre, en circunstancias que la mayoría del electorado no comparte esa mirada. La sociedad tampoco ha renunciado a su anhelo de hacer cambios en el modelo, por lo que desoír la importancia de estas reformas también supondría una grave desconexión con las mayorías.
Este diagnóstico, que es válido para las candidaturas, lo es también para la Convención Constitucional. La instancia parece seguir encapsulada en temáticas que representan a los sectores más radicalizados en su interior, pero si no da pronto señales de sintonizar con un clima de mayor moderación, arriesga a perder la conexión y el fuerte respaldo que al comienzo le brindó la ciudadanía.
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