Sobre egoísmo y regionalismo
Por Pedro Fierro, Investigador P!ensa y académico UAI
Partiremos con una premisa bastante sencilla: El desarrollo territorial requiere de generosidad. Aunque a veces no lo tengamos del todo presente, cuando debatimos sobre descentralización y desconcentración territorial hablamos, a fin de cuentas, de una nueva distribución del poder, tanto político, social y económico. Y eso, por cierto, supone una mirada armónica, la cual nos obliga a distanciarnos de las pasiones y de los intereses particulares—por más legítimos que sean—de tal o cual territorio.
Esta idea inicial es tan esencial como difícil de enfrentar. El centralismo exacerbado de Chile ha ido generando en muchos de nosotros una historia de pura frustración. De manera constante y sistemática, hemos apreciado cómo los problemas propios de cada lugar son enfrentados con distancia y desconocimiento de las realidades locales. El problema es que esa exclusión y abandono parecen haber devenido en una suerte de “sesgo regionalista”, bajo el cual nos miramos únicamente a nosotros, buscando aprovechar el momento para ampliar nuestras cuotas de poder que tan injustamente se nos han negado. Y así, de alguna u otra forma, hablar de descentralización se ha transformado, la mayoría de las veces, en un ejercicio bastante egoísta: Más capital político para nosotros, más recursos para nosotros y más atribuciones para nosotros.
Durante los últimos años está lógica se ha traducido en algunas narrativas preocupantes, las que se han evidenciado en la actual discusión constitucional. Hasta ahora, en la Convención hemos visto que ha prevalecido algo bien parecido al egoísmo regionalista. Más que discutir sobre cómo promoveremos mayor equidad territorial—algo que parece haber ha quedado relegado en un tercer plano—, se ha dedicado mucho tiempo a buscar la fórmula para satisfacer demandas políticas de “los territorios”. En un primer nivel, la formula del estado regional responde a eso. Una mayor autonomía política y financiera que funcionaría perfecto en un sistema equitativo. El problema es que esa está lejos de ser nuestra realidad. Las condiciones de cada territorio son tan distintas, que la propuesta aprobada se transforma en una invitación concreta a rascarnos con nuestras propias uñas. Pero quizás donde más se aprecia el egoísmo regionalista es en la constante fragmentación territorial. Si antes fue el Ñuble o Arica y Parinacota, ahora es Aconcagua y Chiloé. Nuevamente nos enfrentaremos a la decisión de crear unidades administrativas adicionales, como si eso solucionara los—innegables—problemas de centralismo intrarregional. En resumen, frente a un contexto de altísima inequidad territorial, la receta que nos ofrece la Convención es “autonomía” y “fragmentación”. Extraña manera de hacer peso político a una Región Metropolitana que seguirá con esa fuerza centrípeta evidente. “Divide y vencerás”, se repetirán una y otra vez en Santiago.
Pero nada de esto parece importar. Como el fin último de la Convención es responder ante las demandas de tal o cual grupo, la generosidad y la armonía se han vuelto valores poco atractivos en el diseño de las propuestas. Nefasta noticia para el desarrollo territorial, el cual, como hemos insinuado, se trata en esencia de un esfuerzo honesto, sistémico y colectivo.
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