Suma injusticia: aborto y eutanasia
Con fines electorales, difícilmente ocultables, el gobierno insiste en enviar al Congreso proyectos de ley para ampliar el aborto y legalizar la eutanasia. Los presenta como conquistas modernas y adelanto moral. Pero hay prácticas que, aunque lleguen a ser legales, no serán nunca justas.
Una sociedad se autodefine por la forma en que trata a sus miembros más vulnerables. Cuando el Estado deja de proteger la vida humana en sus momentos más frágiles —antes de nacer o al final de la existencia— traiciona su deber básico. Atropella un principio fundamental que se encuentra en el corazón de la convivencia en comunidad: toda vida humana, por el solo hecho de serlo, merece ser respetada y cuidada.
La Constitución vigente señala que la persona humana es el centro de la sociedad y que es deber del Estado respetar y promover sus derechos. El primero de ellos es la vida. Similarmente, los tratados internacionales de derechos humanos, firmados por Chile, reconocen que la vida no es un bien disponible; es un bien que debe ser protegido siempre, sin excepciones.
Hablar de aborto o eutanasia como “derechos” representa una grave confusión. No hay derecho que justifique suprimir a otra persona, ni a sí mismo. La verdadera libertad no consiste en hacer todo lo que se quiere, sino en elegir realizar aquello que es bueno. Y eliminar una vida, por más doloroso o complejo que sea el contexto, nunca será una solución digna. Cuando se normaliza la posibilidad de decidir sobre la existencia de otros o, incluso sobre la propia, se establece una lógica de descarte.
Estas iniciativas no son avances civilizatorios, son retrógradas y encaminan a arraigar una “cultura de la muerte”. No persiguen ofrecer más apoyos a las mujeres embarazadas en crisis, ni fortalecer el sistema de cuidados para los enfermos graves o terminales. Eligen, en cambio, el camino más ignominioso: legislar para que la muerte parezca una salida razonable. Detrás de esa aparente compasión, apenas se logra esconder un desembozado atentado a la vida.
El sufrimiento no se resuelve eliminando al que lo padece. Llamar a eso “dignidad” es tergiversar el sentido más profundo de la expresión. La dignidad está en tratar a las personas con respeto, desde el comienzo hasta el final de sus vidas, no en despreciarlas abriendo la opción legal de eliminarlas. La auténtica respuesta humanizadora está en mejorar los apoyos, no en legitimar el abandono.
Lo justo es aquello que reconoce lo esencial del ser humano y lo protege, incluso cuando es incómodo y no resulta políticamente rentable. Llamar derecho a acciones que implican eliminar -o facilitar la eliminación- de otros constituye “suma injusticia”. El verdadero progreso no consiste en suprimir existencias difíciles, sino en hacerse cargo de ellas. Una sociedad que decide qué vidas vale la pena proteger y cuáles no, está dejando de ser plenamente humana y, por ello, sólo puede esperar un futuro de decadencia.
Por Álvaro Pezoa, director Centro de Ética y Sostenibilidad Empresarial, ESE Business School, U. de Los Andes
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