Opinión

Tiempos (políticos) violentos

Por Carlos Meléndez, académico UDP y COES

La violencia en las protestas sociales parece normalizarse como parte del repertorio de la política contenciosa en el país. En un sector de los aplicados manifestantes, las fronteras que separan a la expresión del descontento de la rabia descontrolada se difuminan con facilidad. Al respecto existen interpretaciones psicológicas que ahondan en las motivaciones personales de la agresividad física. Pero, asimismo, subsisten raíces políticas, más allá de los discursos extremistas, que funcionan como sustrato de estos tiempos violentos que atravesamos. Sostengo que para entender la política contenciosa debemos rastrearla como consecuencia -entre otras causas- de la crisis de representación democrática.

El fracaso de los partidos en mantener vinculaciones con la sociedad, puede generar dos tipos de reacciones en la ciudadanía: rechazo o indiferencia. Cuando se trata del primero, la acumulación de animadversiones por situaciones de estrés social -desigualdad creciente, crisis sanitaria- puede elevar el disgusto actitudinal a una bronca conductual. Los partidos no solo son canales formales para comunicar y procesar demandas sociales, sino también traductores políticos del malestar social. A través de sus acciones y narrativas, pueden servir de contención o de canal para que la ira social encuentre acuerdo o negociación políticos, o una tregua, de ser necesario. En democracia, los partidos, incluso los de oposición, cumplen ese rol de cultivar la legitimidad social del establishment a través de la expectativa de pactos de gobernabilidad.

Cuando los partidos pierden la capacidad de traducir el malestar social en alternativas programáticas, aquel se descontrola. El rechazo a determinados partidos se multiplica y se convierte en una identidad política anti-establishment. Así, el odio escala rápidamente a atajo cognitivo, reemplazando a la ideología o las identidades partidarias. Políticos en específico -por ejemplo, el Presidente Sebastián Piñera- o instituciones comprometidas -como Carabineros-, terminan siendo el pararrayos del encono politizado, merecidamente o no. Consecuentemente, la rabia se exterioriza desde rayados hasta saqueos. Una rabia que no es solo la de grupos anarquistas que tientan la reproducción de la anomia social, ni la de la subcultura de barras bravas, sino la de espontáneos adherentes a la violencia como expresión de activa politización del malestar social.

Obviamente, no se trata -al menos por ahora- de grupos numéricamente significativos quienes engrosan las modalidades de protestas con mayor violencia física. Lo llamativo es su perseverancia, su capacidad de permanencia y la rutinización en la protesta social y en la actitud ante las instituciones del establishment, que parecen desbordar las previsiones para mantener el orden social. Así, la crisis de representación no solo se traduce en inofensiva apatía; también se expresa en comportamientos disruptivos que alteran la convivencia colectiva y perpetúan la desconexión -a estas alturas aún irresoluta- entre clase política y ciudadanía.

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