El triunfo de la naturaleza

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En enero del año pasado murió John Berger. Tenía 90 años, por lo que fue testigo de muchos acontecimientos cruciales del siglo XX. Sus libros, ya sean sobre la deshumanización de la medicina, las humillaciones a las que son sometidos los inmigrantes o la desaparición de la vida rural, son el mejor resultado de una conciencia atenta al impacto que las grandes transformaciones -políticas, tecnológicas, económicas- han tenido en el ciudadano de a pie. Fue un reconocido activista, pero sus libros no poseen un tono exaltado. Su prosa, que se alimenta de archivos visuales, documentos históricos, testimonios reales y bitácoras de viaje, es reflexiva, sugerente y, sobre todo, cálida y compasiva.

Es un placer volver, cada tanto, a leer sus críticas de artes visuales. Fue escribiendo para los periódicos como Berger se hizo conocido primero, allá por los años 50, antes de convertirse en narrador. Más que juicios categóricos, sus textos de arte desentrañan las condiciones que permiten la creación de ciertas obras. Sus ensayos -esa es la mejor definición, creo- suelen ser un fino entramado de antecedentes biográficos, contexto histórico y apreciaciones sobre el lenguaje visual, como lo demuestran las páginas que dedicó a Rembrandt, una sentida reflexión sobre los efectos del tiempo en el cuerpo y sobre el trágico aislamiento del sujeto "pre-moderno", por decirlo de algún modo. Berger se maravilla ante el hecho de que Rembrandt se haya detenido en el gesto de abrazar, de ir al encuentro con el otro, con deseo, con fe, con ternura. Era su forma, escribe Berger, de "encontrar salida en la oscuridad".

Tras ver en Buenos Aires la muestra de J.M.W. Turner, la misma que a partir de marzo se expondrá en nuestro Museo Nacional de Bellas Artes, volví al ensayo de Berger sobre el gigante de la pintura británica, en el que sugiere que el vapor, la espuma, el agua sucia, los vidrios empañados y la sangre que seguramente el niño presenció en la barbería de su padre contribuyeron a alimentar su imaginación. La naturaleza en Turner nunca es bucólica. Muy por el contrario, plantea Berger, es "sinónimo de violencia".

Tras observar los naufragios, tormentas y puestas de sol que parecen, más bien, prefigurar un incendio, es difícil no hallarle la razón. Todo es brumoso, opaco, turbulento. Y al ser humano, en sus carretas, caballos o barcazas, se lo ve ínfimo.

La obra de Turner puede interpretarse como una respuesta al optimismo generado durante la primera etapa de la Revolución Industrial. El poder de las máquinas comenzaba a transformar radicalmente el trabajo, las distancias y, por supuesto, el espacio urbano. Pero las fuerzas del viento, las montañas y el mar son inclementes ante la soberbia del hombre, insiste Turner en sus óleos y acuarelas. Quizá en ese sencillo recordatorio radique su fuerza conmovedora.

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