Un acuerdo político que le hace bien a Chile

Es una buena señal que el Congreso, los partidos y el gobierno hayan retomado las riendas del proceso constituyente, y esta vez exista más conciencia de que no se puede volver a repetir un fracaso.



El acuerdo alcanzado esta semana entre las fuerzas oficialistas y de oposición para trazar un nuevo proceso constituyente representa sin duda una noticia altamente esperanzadora para el país. Su alcance radica no solo en que se abre una segunda oportunidad para elaborar un nuevo texto constitucional -pero esta vez con los resguardos apropiados para evitar que se repita el fracaso del proceso anterior-, sino porque además los partidos, el Congreso y el gobierno vuelven a tomar la conducción de los grandes procesos políticos, rol que en los últimos años venía diluyéndose y que era muy importante recuperar.

Las negociaciones para llegar a este acuerdo -que se extendieron por más de tres meses- fueron fatigosas y en algún momento parecía que se habían estancado peligrosamente. Es un hecho que sus términos no dejaron plenamente satisfechos a la mayor parte de las fuerzas políticas, pero la circunstancia de que a la firma haya concurrido un amplísimo arco de partidos y movimientos -fueron un total de 17, desde la UDI hasta el Partido Comunista, solo se marginaron Republicano y el Partido de la Gente-, es una muestra de que finalmente se antepusieron los intereses del país por sobre las legítimas aspiraciones de cada sector.

Hoy en día están las condiciones para impulsar un acuerdo que permita zanjar de una vez el proceso constituyente. Esto porque la ciudadanía no quiere prolongar indefinidamente el tema y continuar postergando las soluciones a los problemas que más le aquejan, en tanto que para el país no es adecuado seguir en un clima de permanente incertidumbre. En tal sentido, el Presidente -cuyo rol fue sin duda importante para que su sector se allanara a la idea de aceptar un órgano de composición mixta- y las fuerzas de gobierno entendieron que el acuerdo era funcional a esos propósitos, pues permitiría que el Congreso, los partidos y el Ejecutivo no siguieran atrapados en la dinámica constitucional y por fin se puedan abocar -cabe esperar que con igual espíritu unitario- a las urgencias que reclama el país.

Ahora que se abre un nuevo proceso constituyente, es fundamental comprender que ya no hay margen para volver a fracasar -suponer que la ciudadanía estaría dispuesta a embarcarse en un tercer proceso sin sentimientos de hastío hacia el sistema político resulta del todo irreal-, por lo que solo cabe apuntar a un texto constitucional definitivo, para lo cual es imprescindible no repetir los errores de la Convención. Es en ese contexto que han de entenderse los múltiples resguardos que se introdujeron, y que hablan de una buena comprensión de lo que está en juego. Esta vez se quiso evitar expresamente volver a incurrir en los riesgos de una “hoja en blanco” y dejar que el proceso quedara nuevamente a merced de los delirios refundacionales. Las doce bases institucionales que los partidos acordaron tempranamente -así como la conformación del Comité Técnico de Admisibilidad, encargado de supervisar que éstas no sean vulneradas- fueron en ese sentido un paso fundamental, precisamente porque dichas bases son respetuosas de la tradición constitucional del país y dan tranquilidad de que se mantendrán instituciones fundamentales.

En lo que toca al proceso mismo, la existencia de un Consejo Constitucional compuesto por 50 miembros electos por la ciudadanía -con arreglo al sistema electoral que rige para la elección de senadores- y la presencia de una Comisión Experta integradas por 24 expertos con un rol incidente -ellos tendrán por de pronto la tarea de elaborar un anteproyecto sobre el cual deliberará el futuro Consejo- conforman una buena mixtura, porque al ser un órgano con menos integrantes se facilitan los acuerdos, y el concurso de especialistas salvaguarda mejor los aspectos técnicos.

Puesto que los expertos serán designados por los partidos, en estos recaerá la tarea fundamental de asegurar que los nombres propuestos sean los más idóneos y no meros operadores o personas con escasa vocación para los acuerdos. En tal sentido, no resulta exagerado aventurar que el éxito o fracaso del proceso dependerá críticamente de cuán en serio se tomen los partidos su responsabilidad, pues más allá del buen diseño que se ha hecho, el resultado no está asegurado.

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