Un país herido

Juan Guzmán Tapia

Llegó a mis manos el documental sobre el juez Guzmán. Tras su muerte, el equipo de producción liberó gratuitamente el documental como un tributo hacia él. Se llama “El Juez y el General” (por Pinochet) y es un viaje sin anestesia a la brutalidad de la dictadura chilena. Las imágenes de archivo de los noticieros muestran la frialdad e indiferencia de actores políticos y económicos junto a generales de las Fuerzas Armadas que seguían negando los crímenes y violaciones a los derechos humanos.

Era 1998 cuando un sorteo le cambió la vida a Guzmán Tapia: fue designado para investigar la primera querella criminal en Chile contra Pinochet. Eran tiempos donde mandaba el consumo en los centros comerciales, “la estabilidad social” y las cifras macroeconómicas. Había que dar vuelta la página, no perseguir a los ancianos violadores de derechos humanos y hacer que las víctimas comprendieran que ya se había hecho todo lo posible. El juez, que en su juventud apoyó el golpe de 1973, empezó a hacer su trabajo con rectitud, honestidad, humanidad. Mientras más supo y más testimonios escuchó, comprendió que era el camino de redención a su propia ignorancia o incredulidad con lo que sucedía. El documental es un viaje hacia el proceso de transformación de un hombre más bien conservador y de familia acomodada, que había vivido en una realidad paralela y la casualidad lo puso a cargo de unos de los casos más crueles: la caravana de la muerte.

Él quería ser diplomático, pero la vida le tenía reservado un viaje al horror y se requería de templanza y coraje para traer a los muertos y enterrarlos bajo el amparo de la verdad. “Un país herido, necesita saber la verdad” decía el juez, cada vez que comparecía ante los medios de comunicación para explicar la crueldad con la que los mataron. Recorrió el país, bajó a las minas, removió las rocas, esperó a los buzos que traían desde el fondo del mar los rieles a los cuales fueron amarradas las personas asesinadas y arrojadas desde helicópteros. Estuvo en Colonia Dignidad desenterrando huesos humanos, en el cementerio exhumando cadáveres. Tomaba los restos con delicadeza extrema, miraba el cráneo destrozado y las costillas quebradas: “he estado frente a frente a tanta maldad” decía.

Murió como el juez chileno que procesó a Pinochet y a Contreras, pero fue mucho más que eso. Él se puso a zurcir el alma de Chile, junto con miles de personas, mayoritariamente mujeres, que quedaron viudas, huérfanas, heridas, solas. Ayudó a seguir reconstruyendo la dignidad del país en el que nos estábamos convirtiendo. Él decía que daba las gracias por esa casualidad, porque esos años de investigación le abrieron los “ojos del alma” a una verdad rotunda.

Hoy día, que tendremos que elegir a quienes nos representen en el proceso constituyente y a la próxima Presidenta o Presidente, busquemos a quienes sean capaces de transformarse frente a los hechos, que hagan su trabajo con serenidad, humanidad, que no se aprovechan de nadie, que tengan la humildad de cambiar de opinión, y que el respeto a los derechos humanos sea intransable, ayer y hoy. Tenemos un país que ha sufrido y sufre mucho, tenemos conversaciones y verdades truncas, y un hilo de plata que nos amarra a la esperanza de que podemos cambiar, aunque nos duela.

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