Opinión

Voto extranjero y voto obligatorio

Foto: Aton. JONNATHAN OYARZUN/ATON CHILE

Es incoherente estar a favor de restringir el voto extranjero y, al mismo tiempo, defender el voto voluntario. Una persona que promueva ambas cosas sólo puede hacerlo por cálculo electoral. Esto, porque los fundamentos para limitar el voto extranjero o hacerlo más demandante y restrictivo deben fundarse necesariamente en un ideal de ciudadanía exigente. Es decir, en una concepción fuerte de la ciudadanía, que la entiende como una responsabilidad compartida por la cosa pública fundada, a su vez, en obligaciones y deberes mutuamente adquiridos. El extranjero, en ese marco, debe pasar suficiente tiempo e integrarse a tal punto de convertirse en parte de esa telaraña de obligaciones, arraigándose y volviéndose miembro de la comunidad de destino de la república.

Esta visión fuerte de la ciudadanía no sólo es demandante respecto de los extranjeros, sino también respecto de los ciudadanos. El entrelazamiento mutuo impone deberes que pueden llegar al extremo de entregar la vida en la guerra, así como una serie de otras obligaciones. Entre ellas, la más fuerte es la de votar. El momento electoral sostiene la república y, por lo tanto, no es opcional participar de él. No es un concurso de simpatía ni un mercado de votos donde los oferentes deben seducir al consumidor. Es el momento clave de reproducción del orden republicano y de renovación de las lealtades que lo fundan. Mucho más importante que quién resulte elegido es el hecho de que el pacto político se ve remozado. Votar es también, bajo este prisma, jurar. Piense el lector en El juramento de los Horacios o El juramento en la cancha de tenis, de Jacques-Louis David (quizás el Presidente leyó algún libro de él). Ese es el tipo de gravedad y solemnidad vinculada al proceso electoral.

Esta visión de una ciudadanía exigente y excluyente tiene seguidores principalmente entre los sectores políticos de izquierda y de derecha más conservadores. Los liberales de todos los partidos normalmente prefieren arreglos más laxos, individualistas y cosmopolitas. Una versión descafeinada de la república la vuelve un contrato al que debe ser más fácil tanto sumarse como salirse. Y la voluntariedad del voto parece de toda lógica dentro de ese marco, como un derecho individual que puedo decidir usar o no. Se trata de un simple mecanismo de toma de decisiones, donde cada cual debe decidir según sus intereses si participar o no.

El voto obligatorio puede ser visto como paternalista, porque obliga. Pero su obligación, a la vez, fuerza a quienes pretenden conducir la república a tomar en cuenta a todos los ciudadanos, y no sólo a los clientes, militantes y amigos. Que al pobre se le obligue a votar fuerza al candidato a tomarlo en cuenta. En cambio, el voto voluntario tiene siempre el riesgo de convertirse en una treta oligárquica para quitarles poder a las clases populares que se restan del proceso electoral. Banalizar la democracia sirve para capturarla.

Como sea, promover, al mismo tiempo, la exclusión de los extranjeros bajo argumentos de ciudadanía exigente y el voto voluntario es simplemente chanta. Su única explicación es oligárquica: quien lo hace teme tanto al voto foráneo como al voto popular, y prefiere reducir la masa de votantes, porque coyunturalmente le beneficia el elector tradicional. No hay ni un esfuerzo de justificación: es, intelectualmente hablando, bazofia. Que tal idea aparezca de cara a una elección en el contexto del Congreso de la República, y logre arrastrar muchos votos, es síntoma de una democracia en decadencia.

Quienes ejercen como representantes deberían ser los primeros en cuidar el orden republicano que los provee de autoridad y legitimidad. Al ser representantes, se les demanda cierta coherencia que le entregue predictibilidad a sus decisiones, pues no están ahí para hacer valer su subjetividad. Deben ser leales a las ideas que los llevaron al cargo. Sin embargo, este poncho les queda enorme a demasiados de los personajes que hoy pululan por el hemiciclo. La hipocresía, decía un francés, es el tributo que el vicio le rinde a la virtud. Que a tantos diputados y senadores chilenos ni siquiera les alcance para ser hipócritas nos habla mucho del estado de las cosas.

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