Caso Antonia Barra: “Martín Pradenas se convirtió en un monstruo en el que depositamos el peso de una sociedad que nos violenta”

Sobre el caso de Antonia Barra, cómo opera la subordinación y el machismo al interior de las instituciones, la revictimización, la funa como un catalizador del descontento y la agudización de la violencia, habla la antropóloga feminista del Instituto de Estudios Antropológicos de la Universidad Austral, Debbie Guerra, quien desde los años 80 se ha especializado en temas de género y derechos humanos.




Desde tu experiencia como feminista y tu rol como consejera en derechos humanos, ¿cuál es tu análisis respecto a cómo opera la justicia chilena y las instituciones en crímenes de género?

Como ciudadana feminista observo una falla histórica en el sistema, que viene desde los distintos gobiernos de turno, debido a la falta de perspectiva de género. A pesar de todo el debate que ha habido en los últimos años, la institucionalidad ha sido muy lenta y poco dúctil en incorporar nuevas visiones. Hay una violencia básica que sustenta la subordinación de lo femenino, y aunque Chile tiene ratificados varios convenios internacionales en temas de derechos humanos y de las mujeres, a veces me pregunto si ha existido voluntad política para hacer ajustes institucionales que den cuenta de estos tratados. Seguimos hablando de un sistema patriarcal que no se ha movido un ápice en 200 años. Cuando veo los argumentos que se esgrimen desde las instituciones –o ahora con el juicio a Martín Pradenas– veo que no se han complejizado las discusiones, que hay poca profundidad en los análisis y mucha ignorancia. No dan cuenta de lo que se está pensando y discutiendo a nivel de sociedad.

Tomando tu participación en el movimiento feminista de los años 80, ¿qué es lo que más te remueve del panorama actual que viven las mujeres?

La falta de escucha. La palabra de las mujeres violentadas no vale, se nos cuestiona todo lo que decimos y hay una permanente descalificación. Eso me da mucha impotencia, es doloroso y removedor. Muchas feministas antecesoras a esta nueva ola han entregado sus vidas para intentar transformar estas estructuras y siento que a 2020 estamos en la misma posición. En mi época de feminista en plena dictadura, bajo el miedo y el terror, experiencié casos muy difíciles, donde nuestras denuncias no valían, pero de ahí surgió la sororidad entre mujeres, el encuentro, la compañía. Y veo que hoy también está pasando: la resistencia y la fuerza de lo colectivo.

¿Cómo crees que el modo en que opera la justicia en este país repercute en que las mujeres no denuncien y queden a merced de la violencia de género?

La justicia, cuando no incorpora perspectiva de género, reproduce la violencia y para las mujeres se vuelve una molestia, un dolor ir a denunciar a la comisaría. La justicia, en esencia, debiese tener un rol transformador que contribuya a una sociedad más sana. Pero ocurre todo lo contrario: la víctima de agresión es revictimizada, humillada y ve que no hay reparación, menos psicológica. El miedo a exponerse a la denigración puede ser sicológicamente más inmovilizador que la agresión misma y ningún ser humano, a no ser que sea muy resiliente, se quiere exponer a ese sufrimiento. Entonces la justicia comienza a operar como parte de una estructura que a través del terror y la humillación puede controlar a las víctimas. También creo que repercute muy fuerte la forma en que los medios abordan estos casos. Hemos visto en estos días una mirada obsena en cómo se presenta la información. La víctima se convierte en un objeto de morbo y cuestionamiento, se cuestiona su credibilidad y se enfocan más en ella que en el crimen cometido. Entonces nuevamente es revictimizada a nivel social. En inglés existe el término gaze para hablar de este fenómeno.

¿Crees que el poco acceso a la justicia repercute en que se recurra a la funa?

La justicia, a través de la sanción, debería generar un acto de prevención para evitar nuevos crímenes. Pero en este enfoque punitivista, la relación entre víctima y victimario queda en un plano privado, en vez de entregar una mirada más sistémica y pedagógica sobre la violencia. Entonces surgen estos chivos expiatorios como Martín Pradenas, que se convirtió en un monstruo en el cual todas estamos depositando el peso de una sociedad completa que violenta a las mujeres y a las personas subordinadas. Aunque no estoy de acuerdo con todas las funas ni creo en una mirada punitiva individualizadora, veo que la funa se ha transformado en catalizador de esa frustración y rabia y que al hacerse colectiva se sale de esta individualidad, sobre todo cuando los procesos judiciales nos defraudan. De todas formas creo que tenemos que pasar de la denuncia a la acción, y para eso se necesita más coordinación del movimiento de mujeres, más sororidad, tomar la experiencia de aquellas feministas que nos precedieron y articularnos. Necesitamos que la rabia se transforme en acción política eficiente y transformadora. No me gustaría que de acá saliera una “Ley Antonia” como tantas leyes parciales, sino que creo que es necesario insistir en fortalecer el proyecto de ley que está en el congreso sobre el derecho de las mujeres a una vida sin violencia

Desde tu experiencia, ¿crees que ha aumentado en el último tiempo la violencia de género en nuestra sociedad?

Creo que sí, porque hay un machismo muy fuerte que surge como reacción a la exposición del ejercicio de la violencia, entonces responde con más violencia. Veo que ha aumentado y es muy contradictorio, porque a medida que avanzamos en concientización y en algunos pocos logros legislativos, aumenta la reacción violenta masculina y con mucha más crueldad que antes. Veo que hay un fuerte temor a perder sus privilegios, a perder el control y a verse expuestos. En la tradición judeocristiana Dios le dio a Adán la posibilidad de nombrar al mundo y eso es mucho poder, pero ahora ese privilegio de la palabra, de decir lo que es verdad y lo que es falso, lo están perdiendo. La violencia, de alguna forma, es la falta de palabra.

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