Cuántas veces nos hemos despedido del sostén, ¿es esta la definitiva?




En mayo de este año, la periodista, escritora y editora radicada en Nueva York, Tomi Obaro, compartió una reflexión con sus seguidores en Twitter: “Simplemente no veo cómo los sostenes van a volver después de esto”. Las respuestas, que a la fecha suman más de 96.000, giraban en torno a un mismo eje: en tiempos de cuarentena, en los que se ha intentado privilegiar la eficiencia y la comodidad, pareciera ser que ciertos órdenes imperantes ya no tienen cabida.

“¿Podemos despedirnos de los tacos también?”, fue una de las respuestas. “Toda la vida me han dicho que tengo que ocupar sostenes porque soy talla doble D. Ahora que no ocupo, me siento liberada. Era mentira que me sentiría mejor usándolos”, decía otra. “Es la prenda más incómoda que existe, solo me la pongo cuando me tengo que ver respetable, como en reuniones de trabajo”, decía una tercera. “Los pantalones rígidos también murieron para siempre”, fue una cuarta respuesta.

Más allá de los sub-temas que surgieron, y que son igualmente relevantes en tanto evidencian el daño que han causado la socialización de los géneros y los relatos construidos socialmente en torno a lo que es aceptable o no, lo que más expone la observación de Obario es que hemos pasado años ocupando una prenda cuya función, desde sus inicios, ha sido la de modelar –y a su vez restringir y limitar– el cuerpo de la mujer, según lo impuesto por un otro. Y que cuando finalmente este otro no está, la tendencia es a liberarse de esas opresiones. Pero, cuando se termine la cuarentena, ¿seremos capaces de sostener esta decisión? De todas las veces que nos hemos despojado de ciertas exigencias externas o autoimpuestas, ¿será esta la definitiva?

La historia del sostén es mucho más antigua de lo que solemos creer. Según explica Bárbara Pino, directora de Modus, Observatorio Sistema Moda de la Universidad Diego Portales, los primeros atisbos, de hecho, se remontan a la época de los romanos, cuando las mujeres ocupaban el Strophium, una trozo de piel o textil rectangular que se amarraba por encima de los pechos. Durante la dinastía Ming (desde 1368 a 1644), las mujeres chinas ocupaban el Du dou, un pequeño corsé de seda que servía para cubrir y estilizar, pero que no contaba con la estructura rígida que apareció en Europa más adelante y que se ajusta a lo que actualmente conocemos como corsé. Este apareció recién durante el Renacimiento, aproximadamente en 1500, y su uso se masificó durante la época victoriana. Hecho con fierro, madera, huesos de ballena y estructuras metálicas que se ajustaban con cordones, su finalidad era la de moldear los cuerpos de las mujeres de manera tal que se achicara la cintura y se exaltaran las caderas. El primero fue utilizado por Caterina de Medici en Francia quien, al entrar en la corte, causó furor.

Ya a mediados del siglo XVI, todas las mujeres en Europa lo ocupaban, a excepción, como señala Pino, de la reina María I de Escocia, conocida por ser la revolucionaria de la época. Fueron estos corsés rígidos los que, según la especialista, modificaron los órganos de las mujeres y dificultaban la respiración.

Finalmente, durante el reinado de Luis XV de Francia y luego de la Revolución Francesa, la estructura del corsé se simplificó y su uso perdió cada vez más adherentes. Fue en 1889, según explica Pino, que la costurera e inventora francesa, Herminie Cadolle, separó el corsé en dos piezas, una superior y una inferior, dando paso a un diseño de sostén similar al que ocupamos ahora. En 1914, Mary Phelps Jacob patentó el primer sujetador moderno, cuando unió dos pañuelos de seda blanca, una cinta y un cordón. Ida Rosenthal introdujo las tallas y copas. “El control social sobre la mujer siempre se ha dado por esta idea de la compresión del cuerpo. Mientras más apretada, más se evidencian sus características sexuales, en función de una lógica que establece que la mujer es un objeto de deseo. Sacarse el sostén, por ende, siempre ha tenido una connotación y carga política”, explica Pino.

Y es que esta no es la primera vez que pasa. En 1920, luego de la Primera Guerra Mundial, aparecieron en Estados Unidos las flappers, mujeres jóvenes que asumieron un estilo de vida inédito para la época y optaron por dejar el corsé y los sostenes de lado, cortarse el pelo en melena, escuchar jazz y usar faldas cortas. En los sesenta y setenta, las mujeres pertenecientes al movimiento hippie, quienes cuestionaron todo lo que hasta entonces había sido establecido como norma, también se liberaron del sostén y de todo tipo de reglamento de vestimenta acorde a un género específico. “Era una declaración: las ganas de liberarse de toda estructura impuesta o medidas represivas. La dureza del sostén era una de ellas, porque era la representación del confinamiento y restricción”, explica Pino.

Pero, ¿por qué, entonces hemos vuelto a ocuparlos? Como dice la periodista Emine Saner en un artículo reciente en el medio británico The Guardian, puede que exista información legítima respecto a las razones de salud por las cuales las mujeres de busto grande deberían ocupar sostenes –para algunas, no ocuparlo implicaría dolores en la espalda y en el pecho, y dificultades en la postura–, pero para la mayoría se trata de una decisión estética. “Nos han dicho durante siglos que nuestros senos deben ser turgentes, curvos y grandes. Y que los pezones no deben estar a la vista”, escribió. “Por ende, la cuarentena ha acelerado, más que creado, una ya fuerte tendencia por dejar los sostenes. ¿Pero será duradera?”, se cuestiona Saner. A esta pregunta una de las mujeres a las que entrevista, que dejó de usar sostenes durante estos meses, le responde: “Es más cómodo andar sin, pero también se siente como si no me estuviera ateniendo a las normas sociales”.

Tatiana Hernández, socióloga del Observatorio de Género y Equidad, explica que el uso de sostenes responde a un constructo social que determina que la mujer tiene que verse de cierta forma. Se trata, según explica, de un modelamiento del cuerpo según lo que se ha determinado como un cuerpo que pude habitar lo público. O, en otras palabras, los que son deseables de observar. “El sostén modela un busto; lo hace más grande, de cierta forma y menos caído, todo para que cumpla con el modelo de cuerpo deseable para un otro”, explica. “Por otro lado, que las mujeres estén dejando de usar el sostén da cuenta de que estamos libres de la mirada enjuiciadora y controladora patriarcal. No tenemos esa mirada encima porque estamos confinadas, y por ende nos liberamos de ciertas exigencias impuestas. Pero no sé cuánto va durar, sería interesante ver cuántas mujeres dejan el sostén en casa cuando tengan que salir más allá de los 100 metros. Porque hay formas de estar en lo público que dictaminan que el cuerpo tiene que ser de una manera determinada”.

Como explica la especialista, el sostén disciplina el cuerpo y a su vez el comportamiento de las mujeres, siempre desde una mirada patriarcal. “Ya sea porque disimula el objeto de deseo –disimulando el pezón– o porque lo exacerba al hacer de mi busto uno eternamente joven y sexy, según los estereotipos de cuerpo deseado. ¿Pero a los ojos de quién? A los de hombres construidos en un sistema patriarcal”, reflexiona Hernández. Y es que, según la especialista, la industria de la moda ha sido sostenida y a su vez sostiene un sistema de dominación que establece un orden natural de las cosas.

Según Hernández, para la mayoría de las mujeres –salvo para aquellas que se sienten más cómodas y tienen mayor movilidad al ocupar sostenes– el sostén implica un daño, dolor o incomodidad. “Cuando nos sacamos el sostén y vemos que nuestra espalda está marcada, se da cuenta de que es un instrumento de opresión y da rabia. Porque, además, un sostén que no apriete no sirve, porque no modela como debiera modelar. No ajusta como debiera ajustar. Pasar por eso es injusto, y es parte de la violencia que nos hace experimentar este sistema a diario”.

Ha habido, a lo largo de la historia, estudios que demuestran que usar sostenes podría incluso debilitar la estructura ósea y muscular propia de la zona del pecho. También hay estudios como Wearing a Tight Bra for Many Hours a Day is Associated with Increased Risk of Breast Cancer, publicado en 2016 en el Journal of Oncology Research and Treatment, que sostienen que existe una correlación directa entre la cantidad de horas al día que ocupamos sostenes con barba y los niveles de cáncer de mama. Pero ninguno ha sido respaldado abiertamente o en su totalidad por la comunidad científica. Aun así, como explica Bárbara Pino, es importante contar con información al momento de tomar una decisión para poder dilucidar si se trata de un acto voluntario o si tiene que ver con lo impuesto culturalmente. “No usar sostén puede ser una bandera de lucha como un estilo de vida, lo importante es no sentirnos sometidas a una regla social y actuar con libertad”.

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