La cuidadora de mis hijos: “Si tuviera que buscar una etiqueta para esta relación, hablaría de compañerismo”




La Marcela llegó a nuestras vidas cuando mi hijo mayor tenía apenas dos meses de vida. Vino para ayudarme con las tareas de la casa y de cuidado. Recuerdo perfecto el momento en que nos conocimos. Ella vino un día en la tarde, era invierno y estaba oscuro. Yo, con la casa patas para arriba y con mi guagua en brazos porque no paraba de llorar. Una escena que podría haber asustado a cualquiera, pero que ella naturalizó de tal manera que sentí como si la conociera desde siempre. Mi hijo además nació con una condición distinta, que hizo que sus cuidados fueran un poco más complejos, pero ella siempre se lo tomó con naturalidad.

Desde ese día y hasta hoy –siete años después– hemos construido una relación, para mí, inquebrantable. Si dijera que la considero parte de mi familia caería en un lugar común, que aunque es cierto, no describe realmente la importancia de nuestro vínculo. No digo tampoco que seamos amigas, porque evidentemente la relación con mis amigas es distinta que con ella, pero si tuviera que buscar una etiqueta, hablaría de compañerismo.

Muchas personas podrían decir que una relación en la que existe un contrato o un pago de por medio nunca podría ser horizontal, que siempre tendería a lo jerárquico. Pero lo cierto es que para mi esa jerarquía no existe y el contrato –que obviamente importa–, a estas alturas es totalmente circunstancial. Porque con la Marcela, pase lo que pase, estaremos unidas siempre. Ella ha estado en los momentos más importantes y también en los más difíciles de mi vida, y aunque yo la conocí con su vida un poco más resuelta, estoy segura que también he sido para ella un apoyo constante.

Siempre me ha emocionado la relación que se da entre las mujeres, desde que conocí el feminismo aún más, porque entendí de dónde proviene esta unión. Recuerdo que una vez con una amiga, también feminista, nos preguntamos si es posible ser feminista y al mismo tiempo tener una nana. Me costó llegar a una conclusión, pero cuando lo hice, entendí que sí es posible solo cuando entendemos que las relaciones entre mujeres tienen que ser recíprocas. Tiene que ver con que cada una, desde sus propias vivencias, es capaz de reconocerse en la otra, de sentir que pasamos por lo mismo y entonces, empatizamos. La vida de la Marcela ha sido mucho más difícil que la mía, pero nuestras historias son parte de una misma narrativa, una en la que el machismo y el patriarcado han estado presentes, entonces cada vez que ella llega triste, nos tomamos un té juntas, y yo entiendo que eso que ella está viviendo, es algo que a mi manera, también he vivido.

Ella también lo entiende así. El año pasado, en la mitad de la pandemia, me separé. Un día de pena, me subí al auto, puse el manos libres y la llamé para contarle. Ella no cuestionó ni preguntó nada, solo se lamentó por no estar con nosotros en ese momento. Me dijo: “Ojalá pase luego todo esto, para poder estar con usted y mis niños”. Es la segunda vez que nos toca estar lejos desde que nos conocimos. La anterior fue un año en que su marido se enfermó y a ella no le quedó otra opción que quedarse en la casa a cuidarlo. Pero nunca dejamos de vernos ni de hablar, nos tocaba a nosotros cuidarla.

Para qué voy a hablar de la relación que tiene con mis hijos. Esa es una historia aparte. Probablemente uno de los pocos vínculos que conozco donde el amor es tan genuino. Cuando están con ella es cuando más tranquila me siento y eso, para una madre, es impagable. Sé que hay miles de prejuicios y malas historias entre mujeres y las cuidadoras de sus hijos, pero en mi caso, no sé si por suerte o porque he aprendido que la sororidad parte en casa, la experiencia que tengo es la de una tribu; la de mujeres que ante todo tienen en común el género y que están disponibles para cuidar, comprender y también para disfrutar con la otra. Para siempre.

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