La fuerza de lo colectivo. Francisca Las Heras: “Con el movimiento feminista por primera vez me he sentido parte de un todo”.




Un poco antes de que aceptara protagonizar esta editorial de moda, la bailarina y gestora cultural Francisca Las Heras se dio cuenta de que había pasado estos últimos cuatro años siendo mamá de su hija Rosa. Sentía una necesidad profunda, desde hace ya un tiempo, de recuperar su individualidad y, por sobre todo, de volver a escuchar la voz propia. Aparecer en estas páginas sería una suerte de acto reivindicativo con la mujer que siempre fue. “Los primeros años de la maternidad son castradores y una se posterga a sí misma de una manera muy brutal. Por primera vez en mucho tiempo quise volver a sentirme yo; no como mamá, sino que como mujer individual con voz y opinión, sin guagua, sin pareja y sin familia”.

Y los primeros minutos no fueron del todo fáciles. Entró a la sesión con la idea que tenía que parecerse lo más posible a una modelo, incluso si la intención no era la de retratar a una. Pero se dio cuenta rápidamente que en sus particularidades estaba el valor. Y es que para Francisca, como para muchas mujeres, el cuerpo siempre ha sido un tema. A los 16 años empezó a combatir trastornos alimenticios y su cuerpo se volvió, justamente, una prisión. No se trataba únicamente de las presiones sociales, que en mayor o menor medida nos afectan a todas, sino que también de la exigencia profesional. “Al ser mujer y bailarina hay una doble exigencia respecto del cuerpo. Por un lado hay que cumplir con los cánones de belleza impuestos, y a eso se le suma el hecho que el cuerpo tiene que ser funcional para esta profesión. Un cuerpo liviano es un cuerpo más permisivo que hace que una pueda levantar más la pierna”, explica. “Pero fui aprendiendo a reconocerme y a entender que el cuerpo tiene ciertas limitaciones y también otras habilidades que desconocía y que pasan a ser herramientas con las que podemos trabajar”.

Francisca reconoce que en su proceso de recuperación tuvo incidencia la conciencia colectiva que se ha ido configurando estos últimos años. “Desde la activación de Spencer Tunick -que fue las primeras veces que vimos a personas desnudas en la calle- en adelante, el cuerpo empezó a aparecer en las consignas, en las marchas y en las obras de teatros. Empezamos a reconocerlo como tal y esa idea que teníamos de los cuerpos estilizados, más bien relacionada al imaginario de las bailarinas clásicas rusas, empezó a desaparecer y aparecieron otras formas”. Formas que, por cierto, cumplen otras funcionalidades.

Eso, como explica Francisca, queda en evidencia en el parto. Durante nueve meses el cuerpo se transforma a tal punto que nos parece totalmente ajeno, pero todo tiene una función, porque en definitiva se trata del vehículo por el cual se desarrolla ese otro ser. “Es adquirir un cuerpo que no tiene nada que ver con lo que estamos acostumbradas a ver de nosotras mismas, pero que tiene un fin. Es difícil y cuesta mucho enamorarse de sí misma en ese estado, y además está el temor frente a la posibilidad de no recuperar el físico que teníamos antes. Esa incertidumbre puede ser abrumadora”.

Por suerte, como explica Francisca, en estos últimos años las cosas han cambiado y el imaginario imperante de cuerpo extremadamente delgado se ha ido deconstruyendo. Tanto así que las mallas curriculares de algunas universidades también han pasado por una revisión. “Cuando hice mi Licenciatura en Arte con mención en Danza en la Universidad de Chile, era una escuela súper estricta con fuerte influencia cubana y rusa, pero hoy día la malla permite que entren cuerpos distintos. La técnica académica tiene un lugar muy inferior al que tenía antes y se trata de un ballet más consciente, menos exigente y en el que se valora menos la acrobacia. Es más permisivo y por ende mucho más generoso, porque da paso a la idea de que uno se mueve en función de lo que el cuerpo permite”, explica. “Y eso es bonito porque en cierta medida implica que todos podemos ser bailarines si así lo queremos. Sin necesidad de tener un cuerpo específico. Yo dormía con las sábanas lo más apretadas posibles hacia el final de la cama para que se me bajara el empeine. Y si bien esas dinámicas nocivas siguen ocurriendo, han aparecido también otras danzas que incluyen todo tipo de cuerpos”.

En el 2015, luego de sufrir una lesión en el tobillo, Francisca dejó de bailar. Desde entonces –e incluso antes– se ha dedicado a la gestión cultural. En el 2011, de hecho, asumió la coordinación del área de danza en lo que era el Consejo Nacional de la Cultura y el Arte. Y actualmente trabaja en la Unidad de Programación y Públicos del Ministerio de las Culturas. Y no hay un solo día en el que no piense que dedicarse a la cultura en este país es un acto heroico. “Sí o sí tiene que haber una pasión y devoción demasiado fuerte como motor, porque se trata de un rubro muy precarizado y un ámbito que no le ha interesado a nadie desde la política pública. Nadie se ha hecho cargo con la importancia que amerita y de base, hay una ignorancia respecto al bienestar que produce en las personas. Por eso, los que sí se dedican a esto son valientes, sensibles y admirables. Ojalá fuesen más”.

En su caso en particular la decisión tuvo que ver con el hecho que desde una muy temprana edad fue expuesta e interactuó con ese mundo. Su mamá, bioquímica y bailarina, la llevó al ballet y al teatro y siempre priorizó el consumo cultural adentro del hogar. “En ese sentido, fui una vieja chica; crecí en un entorno con muchos estímulos y cuando salí a los 18 de la academia de danza me di cuenta que no sabía hacer nada más que eso. Mi casa era una casa de científicos y médicos pero el arte y la cultura siempre habían sido prioridad”, cuenta.

Francisca creció rodeada de mujeres independientes, autónomas y profesionales. Sus referentes femeninos fueron su madre científica –que se separó a los 37 y nunca más se volvió a emparejar– y su abuela política cuyo foco estaba puesto en la labor social. “Tuve la suerte de crecer al lado de mujeres libres, nunca me sentí oprimida o restringida. Pero sé que esa no es la realidad de todas”, explica. “Yo nunca he sido parte de un grupo ni he adherido a una religión o partido político, pero con el movimiento feminista por primera vez me he sentido parte de un todo. No nos conocemos entre nosotras pero hay una fuerza superior que nos une”. Y eso, según explica, es la fuerza de la colectividad. Porque aunque no se trate de la narrativa propia, existe la capacidad de sentir la experiencia de las otras. “Me sumo a eso y agradezco formar parte de este conjunto, aportando desde donde puedo o derechamente acompañando y escuchando”.

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