La segunda vez siendo madre




Convengamos que a todos nos cuestan las primeras veces, sobre todo si somos, y me incluyo, de ese estilo de personalidad ansioso/controlador. De allí que las segundas veces nos traigan a veces aires mucho más livianos, seguros y confiados. Sin ánimos de romantizar, este segundo puerperio está siendo bien exquisito. Meloso. Embobado. Claro está que mi primera vez no deja la vara muy alta, sobre todo el primer año: parto sobre intervenido, lactancia con muchas dificultades, estallido social, privación crítica de sueño (podíamos llegar a tener 10 despertadas por noche), pandemia y mucha tensión a nivel de pareja. No era difícil superar ese parámetro.

Pero en ésta, mi segunda vez siendo madre, me siento tanto más tranquila en el planeta guagua. Se me pasan los minutos oliéndole el cuello a mi bebe, disfrutando de verlo dormir, y a pesar de estar reventada, siempre me quedo unos minutos contemplando su rostro sereno. Me he dado cuenta cómo me encanta bañarlo sin preocuparme tanto de la temperatura del agua o de si quizás le entró jabón al ojo. Me encanta salir con él a la plaza, y observar cómo mira a la gente y les sonríe, sin estar tan pendiente de si “le toca” o no dormir. Me encanta darle pechuga... ¡he disfrutado tanto de ama-mantarlo! Hasta cortas se me están haciendo las tomas. Lo quiero pegadito a mí, cuerpo con cuerpo. Mucho cuerpo.

En esta, mi segunda vez, he podido ante todo y por sobre todo, conectar con el caos sostenido e incierto que implica ser madre de un hijo de 3 años y medio y de otro de 6 meses, y sostenerlo. Sin angustias excesivas. Sin irritabilidades crónicas. Descubrir que soy capaz de sobrellevar de mejor manera el sueño fraccionado, la falta de tiempo propio y de pareja, los cambios en el cuerpo, los cambios en las prioridades de vida e intereses, ha sido una experiencia personal de mucho crecimiento. Siento finalmente que estoy en un lugar en el que puedo transitar esta nueva transformación vital con expectativas abiertas y disposición al cambio. Y desde allí el cerrojo hacia el disfrute se abre. Desde la rendición en caída libre, pero con confianza, hacia una segunda crianza y todo lo que en ello acontece. Menos resistencias que abren paso a mayores flexibilidades. Flexibilidades que abren paso al disfrute.

Y claro, puede que piensen que lo que escribo suena hermoso, fluido y bastante fácil, y si bien, creo que en general la llegada del primer hijo o hija es por lejos la más complicada, evidentemente la incorporación de una nueva personita a la dinámica familiar y el reajuste que aquello implica -para todos en la casa-, siempre será desafiante. Para mí, las cosas más complejas e incluso dolorosas de estos primeros seis meses en relación al vinculo con mis pollos, han sido dos: primero, reconocer que muchas veces tengo más ganas de estar con mi guagua chica que con mi guagua grande y asumir que inevitablemente algo de ese deseo debe de transmitirse (posiblemente en código no verbal) en la  interacción con mi hijo mayor. Y segundo, darme cuenta de que poco me acuerdo del puerperio con mi primer hijo y que las preguntas en torno al recuerdo de nuestra experiencia primal aparecen cotidianamente: ¿También lo miraba así cuando se dormía? ¿También le daba tantos besos al día? ¿Cómo eran nuestras salidas al parque? ¿Qué hacíamos cuando estábamos los dos solos? ¿Cómo me sentía yo cuando lo amamantaba?

Como fácilmente pueden deducir, el común denominador entre estas dos situaciones es la culpa y su lamentable omnipresencia. Por mucho trabajo y camino recorrido en el intento de deconstruir el mandato materno que a todas nos cae encima, y buscar mi propia manera de ser y hacerme madre, la culpa es de las pocas cosas que, a mi parecer, y desde mi experiencia personal y profesional, creo que es casi imposible de erradicar. Justamente como está siendo una experiencia exquisita, está siendo, al mismo tiempo, una experiencia culposa, al pensar en todo lo distinto que podría haber sido mi primera maternidad y mi relación con mi primer hijo si yo hubiese podido estar en el estado emocional en el que estoy hoy, y con los recursos que hoy he construido y de los que puedo echar mano de manera mucho más sólida y consistente. La culpa de saber que el mayor me necesita más que nunca y que sin embargo hay momentos del día en que no lo quiero ni ver, y que solo quiero refugiarme en mi planeta guagua. La culpa de verme en momentos no pescando tanto al chico intencionalmente, para que el grande no se desregule.

Cuando me encuentro de cara con el sentimiento de culpa, ese que empieza a aparecer con mayor frecuencia y de manera significativa en la relación cotidiana con nuestros hijos y/o con nosotras mismas, intento primero que todo alumbrar el lado más compasivo en torno a la experiencia, al comprender, que la culpa muchas veces se origina desde un sistema sociopolítico y cultural ansiógeno y culpógeno para con las mujeres madres, y que, siendo seres inmersas y necesitadas de cultura, es muy difícil- por no decir imposible- desprendernos de esa carga. Nos han socializado desde pequeñas a identificarnos con la culpa. Luego, intento ir construyendo estrategias que me permitan manejarla mejor, sin esperar su desaparición, sino más bien, poder reconocerla, sentirla, pero sin quedarme pegada, estancada, y paralizada en ella.

Esta vez, lo que me ha ayudado a dejar la culpa más a raya, es darme cuenta de que mi yo puérpera, no lo es solo con mi guagua chica, sino también con mi hijo mayor. Y que puedo volver, hoy, a puerperarlo, aunque sea en retroactivo. Así que lo he vuelto a llenar de besos. A hablarle como guagua. A hacerle cosquillitas en sus patitas. A darle yo la comida. A abrazarlo, aunque a veces no me deje mucho. Confío en que mi yo en puerperio está haciendo lo mejor que puede para maternar a dos niños que aún tienen muchas necesidades y dependen mucho de mí, y que desde allí mi yo puérpero es generoso y alcanza, alcanza para los dos. Confío y anhelo también, que de alguna manera, esta nueva versión de mi yo puérpera, pueda no solo alcanzar para mis hijos, sino a su vez para mis consultantes. Que ellas también puedan nutrirse de esta parte mía llena de cuerpo, afecto, oxitocina, leche, y disposición al cambio, así como yo también me identifico, aprendo y me reviso, en cada conversación que tenemos.

Estoy puerperando por segunda vez. Puerpera-ando por segunda vez. Que se haga verbo, que el verbo trae acción, y la acción, aprendizaje y transformación.

**Nicole Dimonte Ben-Dov es mamá de 2, psicóloga clínica perinatal, Magister en psicoterapia psicoanalítica intersubjetiva, Directora de la Red Chilena de Salud Mental Perinatal y Creadora de @criardelamano.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.