Mamá segura, hija segura




¿Se puede heredar una buena (o mala) autoestima? Según una investigación publicada el año 2006, y llevada a cabo por los académicos especialistas en la relación entre comportamiento y genética, Michelle B. Neiss, Constastine Sedikides y Jim Stevenson, sí se puede. Los académicos estudiaron a dos gemelas adolescentes, y descubrieron que la herencia genética era sustancial a la hora de definir su autoestima, así como las influencias ambientales no compartidas. No influían tanto, en cambio, los factores ambientales compartidos, como el lugar donde vivían o cómo se alimentaban, por ejemplo.

Pero más allá de lo que indiquen los genes, ¿es posible que las mujeres “heredemos” la autoestima de nuestras madres, en relación a cómo es la relación con sus propios cuerpos? Una vez más, la respuesta es afirmativa, solo que en este caso está relacionada con cómo es el vínculo madre e hija en la vida cotidiana, más allá de la biología.

Algunos estudios sugieren que la madre juega un rol crucial en la configuración de la autoestima de las hijas, mientras que otros –como uno publicado en 1986 por Diane Sholomskas y Rosalind Axelrod– aseguran que cuando una mujer apoya y muestra interés por su hija, ésta tendrá un mejor bienestar psicológico. Otros más recientes, en tanto, aseguran que las hijas que tienen un vínculo inseguro con sus madres durante la infancia tienen más probabilidades de sufrir problemas psicológicos y de presentar problemas de personalidad, especialmente en la adultez. Ya en 2005, MJ Douglas pudo comprobar que la calidad de la relación madre e hija juega roles fundamentales en el desarrollo de la autoestima.

Literatura e investigaciones al respecto abundan, desde hace ya varias décadas, porque se trata de una relación muy compleja, mucho más que la que existe entre padres e hijos. La primera imagen, el primer concepto sobre lo que implica ser mujer, lo aprendemos de nuestras madres, desde cómo cuidar la piel y vestirnos -¿quién no recuerda a la mamá embetunada en cremas antes de acostarse, o quién no se probó unos tacones varias tallas más grandes, solo para intentar caminar en ellos-, hasta cómo nos desenvolvemos en el mundo. Una mamá luchadora, que busca formas de concretar sus propósitos a como de lugar, es un claro ejemplo para su hija de todo lo que puede llegar a ser.

Pero además, es en las mamás donde buscamos contención, consejo y seguridad. Es a su regazo al que buscamos acogernos cuando estamos dubitativas, cuando tenemos miedo, cuando nos sentimos inseguras. Y son ellas las de esa primera opinión que tanto nos importa. Pero cuando crecemos viendo cómo nuestras mamás viven entre una dieta y la próxima, cómo se encuentran defectos cada vez que se miran al espejo, y cómo repiten una y otra vez que no son lo suficientemente buenas, es inevitable pensar “¿qué queda para mí?”. Porque donde veíamos a una mamá preciosa, ellas ven arrugas y rollos, donde vemos a una mamá capaz de todo, ellas ven fracasos ¿Tan equivocadas estamos?

La psicoanalista Joyce McFadden, escribió en 2011 para Huffington Post: “Aunque no sea nuestra intención, las madres solemos modelar ante nuestras hijas nuestras propias inseguridades, así como la forma en la que sucumbimos ante estándares de belleza que son ridículos. Cuando lo hacemos, les traspasamos nuestro propio auto desprecio y, de manera consciente o inconsciente, sistemáticamente hacemos campaña para que ellas mismas adopten obsesiones físicas poco saludables”.

Hablamos de las dietas que hacemos y de pérdida de peso. Decimos que nos sentimos feas o gordas. Juzgamos a otras mujeres. Compramos revistas que enfrentan a mujeres en competencias sobre quién lució mejor un vestido”, agrega McFadden, en relación a las conductas en las que muchas mamás caen sin querer hacerlo, o sin pensar que pueden afectar la relación de sus hijas con su autoestima. De hecho, según sus propias investigaciones, la mayoría de las mujeres pasan entre un 30% y 40% de su tiempo pensando en su imagen corporal, mientras que el 46% asegura que se enfocan en su cuerpo porque sus madres lo hacían también.

¿Qué pueden hacer las mamás, entonces? Practicar un poco de amor propio nunca estará de más. Mirarse con más cariño, y tratarse con más compasión. Y hacerlo, activamente, cuando las hijas estén cerca o estén escuchando. Lo más obvio es nunca comentarles a ellas sobre cambios en sus cuerpos, pero esto también se extiende a cómo las madres hablan de si mismas. Si jamás se te ocurriría decirle “gorda” a tu hija, porque sabes cómo eso la haría sentir, tampoco te lo digas a ti misma. Se puede empezar de a poco, para que así, en la medida que se construye la autoestima de la hija, la madre puede comenzar a reparar la suya.

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