Hablemos de amor: el abuso de mi psicólogo
En un momento de dolor profundo, esta mujer confió en su psicólogo. Sin embargo, esa confianza derivó en abuso emocional, físico y psicológico.
En marzo de 2023 la muerte me arrebató a la persona más importante de mi vida. Sabiendo que no podría enfrentar sola esa pérdida, decidí comenzar, por primera vez, terapia psicológica. Empecé con un terapeuta que me recibía una vez por semana. Cada sesión era un ejercicio brutal de apertura: hablar de mis miedos, mis secretos, de esa intimidad que muchas veces ni yo misma conocía del todo.
Así fue como mi terapeuta empezó a conocer mi lado más oscuro, mis carencias y debilidades. Al poco tiempo ya sabía perfectamente cómo llegar a mí y reemplazar, poco a poco, la ausencia de mi pérdida con su propia presencia. Y no solo dentro de la consulta. Un día comenzó a seguirme en redes sociales, comentando mis publicaciones, felicitándome por lo bien que me veía. Me pedía que le avisara cuando llegara a mi casa después de una fiesta, con la excusa de: “estás en un proceso terapéutico, eres vulnerable, algo te puede pasar”.
La relación terapeuta-paciente se tornó más relajada. Nos escribíamos por WhatsApp todos los días. Si tenía una pregunta, él respondía de inmediato. Me enviaba memes, me hacía reír.
Recuerdo perfectamente cuando le pregunté si podía instalar una aplicación de citas. Ya me sentía lista para conocer gente, pero él respondió: “no te lo recomiendo, aún estás en un proceso terapéutico; vas a arruinar lo avanzado y lo más probable es que todavía no sepas escoger bien”. Me cerré de inmediato. No quise conocer a nadie, no coqueteaba. Tenía miedo de “arruinar” mi proceso terapéutico.
En mayo sentía que avanzaba a pasos agigantados, hasta que una madrugada, recibí un correo de mi psicólogo. Era un extenso mensaje romántico, una declaración de amor que me dejó en shock. Confesaba, con culpa, estar ciegamente enamorado de mí, describiendo cómo cada detalle de mi personalidad lo desbordaba y no lo dejaba pensar con claridad. Terminaba diciendo: “no podré seguir siendo tu terapeuta”.
Pensar en perderlo me generó una angustia tremenda. Pero él mismo me propuso otra alternativa: conocernos fuera de la consulta. Y yo, con tal de no soltarlo, acepté. Así empezó una relación amorosa, intensa, cargada de cortisol. Yo ya tenía una dependencia emocional y psicológica hacia él que no veía, porque durante dos meses me había trabajado para hacerme dependiente. No podía separarme: me despersonalizaba, sufría, era como dejar una droga. Mi síndrome de abstinencia me consumía: necesitaba verlo, escucharlo, tocarlo.
En esa dinámica, él tenía todo el control. Seguía siendo el profesional en posición de autoridad, y la relación se sostenía en una asimetría de poder que siempre me dejaba a mí como la culpable.
Rápidamente aparecieron los conflictos. Él siempre creía tener la verdad absoluta: era capaz de explicar el origen de cada uno de mis traumas con total superioridad. Y yo, era solo la encarnación de todo lo negativo: vulnerable, llena de vergüenza. No tardó en aparecer la violencia.
No puedo contar las veces que terminé bajo la ducha fría, con ropa y zapatos, porque ya no sabía cómo manejar la agresión física y psicológica que sufría. Dejé de comer, dejé de dormir. Lentamente me iba apagando.
Fue un año y tres meses de ensañamiento contra mí, donde incluso me abusó económicamente. Y cuando por fin logré escapar, llegaron las amenazas: 150 correos electrónicos llenos de hostigamiento. Y no solo tuve que enfrentar un proceso judicial injusto, revictimizante, sin espacio para la víctima, sino también un estrés postraumático que me dejó completamente rota.
Hoy vivo en hipervigilancia. Con miedo. Con flashbacks recurrentes. Todavía escucho sus golpes contra la pared. Duermo a sobresaltos porque, en las pesadillas, él me asesina. Para poder seguir, debo atenderme regularmente con psiquiatra y psicóloga.
El código de ética del Colegio de Psicólogos de Chile establece con claridad: “Constituyen inconductas éticas las relaciones duales como involucramiento sexual o sentimental, el acoso sexual y toda superposición de roles, especialmente cuando el psicólogo/a está en una posición de poder y autoridad respecto a sus clientes o pacientes”.
Quizás muchos piensen que fui tonta por involucrarme con mi psicólogo, pero cuando una está en un momento de vulnerabilidad, las defensas se bajan y los errores se cometen. Él lo sabía. Supo cómo utilizar esa vulnerabilidad para volverme dependiente. Por eso existe ese código de ética. Para protegernos. El problema es que mientras el código quede solo en el papel, historias como la mía seguirán repitiéndose.
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