Paula

La trampa del amor propio en la era de los likes

El amor propio no debería ser otra tarea agotadora ni una imposición disfrazada de autocuidado. En la era de los likes, se vuelve urgente recuperar narrativas más honestas y cuestionar los discursos que nos prometen libertad, pero siguen vendiendo control.

Collage: Silvia Caracuel

¿Se acuerdan cuando nos dijeron que debíamos amarnos tal como éramos? Que aceptáramos nuestras estrías, el abdomen abultado, las canas, las ojeras, las emociones. Que la salud mental valía más que la apariencia y que nuestro cuerpo era un instrumento, no un adorno. Muchas respiramos aliviadas. Por fin una narrativa que no dolía, que ofrecía un descanso entre tanta exigencia.

Pero algo cambió cuando ese discurso empezó a generar likes, colaboraciones y ventas. Cuando se volvió rentable, también comenzó a deformarse.

En redes sociales surgieron nuevas voces que promovían la aceptación corporal y el amor propio. Algunas, honestas y valientes —a quienes admiro profundamente— abrieron espacios seguros en medio del caos estético. Otras, sin embargo, reciclaron los mismos mandatos de siempre —ser más delgada, más joven, más bella, más disciplinada—, pero envueltos en frases dulces y colores pastel. Hablan de autoestima mientras venden suplementos para “resetear el metabolismo” porque “hace bien para la salud”. Dicen que no es estética, pero promocionan clínicas para “definir” facciones, porque “siempre se puede mejorar”. Aseguran amar su cuerpo, pero documentan dietas estrictas bajo hashtags motivacionales como “buscar la mejor versión de ti” o “si yo puedo, tú puedes”.

El discurso se vuelve seductor y confuso. Pero si la promesa sigue siendo que nos vamos a gustar más cuando logremos un cuerpo más hegemónico, más ordenado, más “correcto”, entonces no es libertad: es el mismo control de siempre, disfrazado de amor propio.

Y sí, los estereotipos estéticos existen en muchas formas, pero donde más se intensifican es en torno al tamaño corporal. Se nos dice que debemos comer y movernos de cierta manera para alcanzar “nuestras metas”, como si todas esas metas fueran las mismas: achicarnos.

Aquí es importante ser claras: no todas las dietas terminan en un Trastorno de la Conducta Alimentaria (TCA), pero la mayoría de los TCA comienzan con una dieta. No es opinión; es evidencia.

El problema no es solo lo que comemos o dejamos de comer, sino lo que este tipo de contenido alimenta: la obsesión con el cuerpo, el miedo a engordar, la culpa por cada bocado. La idea de que valemos más si ocupamos menos espacio. Eso sí enferma.

Y lo más doloroso es que estos discursos no nacen en Instagram. No los inventaron las influencers. Son hijas del mismo sistema que nos formó a todas. Muchas veces, el rechazo corporal no empieza en redes, sino en un comentario “inocente” de la familia, en una talla que no encontramos, o en un diagnóstico médico que, sin conocernos, decreta que lo primero que debemos hacer es bajar de peso.

Crecimos en un sistema pesocentrista que nos enseñó que la delgadez es sinónimo de salud, virtud y responsabilidad. Todo lo que se aleje de eso debe corregirse.

No se trata de culpar individualmente a quienes replican estos mensajes. Muchas también han sentido miedo, culpa, necesidad de validación. Pero cuando alguien tiene una audiencia y se vuelve referente del “amor propio”, también tiene una responsabilidad. Sus palabras no se pierden: llegan a miles que buscan consuelo, guía o simplemente un poco de alivio.

Y esto no pasa solo con el cuerpo. Lo vemos en tantas otras exigencias: el cabello liso y brilloso, la piel sin arrugas, la nariz pequeña, los labios carnosos, la ausencia de papada. Ser delgadas, pero con curvas. Estos mandatos, aunque se disfracen de elecciones personales, están moldeados por normas sociales, culturales, raciales y de género.

Y lo que debería ser autocuidado, se vuelve castigo. No es lo mismo maquillarnos porque nos gusta, que hacerlo porque sentimos que debemos ocultar algo. No es igual teñirse el pelo por diversión que para esconder las canas por vergüenza. No es lo mismo elegir un estilo de ropa porque nos representa, que vestirnos de cierta forma para no vernos más grandes. Ahí es donde el discurso se desarma: cuando la elección deja de ser libre y empieza a ser una imposición disfrazada de autocuidado.

El problema no es querer sentirnos bien. El problema es que nos siguen vendiendo una versión de bienestar que solo se alcanza si encajamos en un molde.

Por eso necesitamos narrativas más honestas. Referentes que acompañen, no que corrijan. Espacios donde el amor propio no sea una trampa disfrazada de empoderamiento, sino un proceso real, imperfecto y profundamente humano.

Y, sobre todo, necesitamos recuperar el derecho a cuestionar. A desconfiar de esos mensajes envueltos en discursos atractivos que se presentan como verdades absolutas solo para acumular likes. A escuchar nuestro cuerpo antes que a las tendencias. A entender que lo que nos hizo daño no fue solo una dieta o un filtro, sino un sistema que nos enseñó a odiarnos... y luego nos vendió una versión de amor propio con condiciones.

Amarnos no debería ser otra tarea agotadora. Tiene que ser una posibilidad. Un derecho. Un espacio habitable, sin miedo. Y si no siempre podemos lograrlo, que no nos invada la culpa. Porque no es falta de voluntad: es el reflejo de un sistema que nunca quiso que nos gustáramos. Además, el amor propio no debería reducirse a cómo nos vemos frente al espejo, sino también a agradecerle a nuestro cuerpo por todo lo que nos permite hacer, por sostenernos día a día, y a reconocer el valor de quiénes somos más allá de lo visible.

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* Carolina es Nutricionista especialista en Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA) y autora del libro “Te lo digo porque te quiero: derribando estereotipos estéticos en salud”.

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