Mrs. Chan, marcharse sin mirar atrás

“Es un momento inquieto. Ella ha mantenido la cabeza baja para darle la oportunidad de acercarse. Pero él no pudo, por falta de coraje. Ella se da vuelta y se aleja”. Con esa cita empieza la película In the Mood for Love (Con ánimo de amar), dirigida por el cineasta chino Wong Kar-wai. Como si nos estuvieran advirtiendo, de entrada, que en esta película no vamos a presenciar la resolución amorosa de los protagonistas, como quizás sí lo hubiésemos hecho en una película romántica de Hollywood.

En esta, en cambio, Kar-wai decide desnudarnos de esas expectativas. Y mantenernos en un estado constante de incertidumbre. Es como si su advertencia llevara otra de la mano: vamos a vivir atormentados por la hipotética posibilidad de lo que pudo haber sido. Igual que los protagonistas.

Pero en ese mensaje inicial también se revela la base de las personalidades de Mr. Chow y Mrs. Chan, los dos protagonistas. Él no tuvo suficiente ímpetu y arrojo. Y ella, con su delicadeza y templanza, entendió que se trataba de un instante. Y si no lograban, con impulso, concretar lo que ambos querían en ese instante, la única opción era marcharse. Sin mirar hacia atrás. El resto sería nostalgia y melancolía de un supuesto. De ese algo que pudo haber sido, pero no fue.

Vi esta película hace más de siete años, cuando tenía 21. Había estado incursionando en el cine asiático de los años ’50 y ’60, la supuesta época dorada. Y llegué por casualidad al cine chino contemporáneo, de la mano justamente de Wong Kar-wai, con su película Chungking Express (1995). Meses después de haber visto esa, decidí ver In the Mood for Love, una película del 2000, y por ende ya perteneciente a otra era del cine asiático, mucho más fusionada con el cine occidental, pero perfectamente ambientada en el Hong Kong de los ’60.

En esta, al igual que en los clásicos asiáticos que ya había visto, se respetaban los tiempos y los silencios; la linealidad de los contenidos era difusa; y la temporalidad, pese a la insistente presencia de un reloj en varias escenas, era confusa. La trama era sencilla y abarcaba una temática cotidiana. Tan real y sutilmente compleja como lo es la atracción, la seducción y el posible amor entre dos personas que se encuentran en un momento determinado de la vida -sobrepasados por la soledad- en el que probablemente no debiesen haberse encontrado. Un reflejo, como pocas películas lo logran, de una inquietud que pudo haber sido, pero que por limitantes y presiones externas, ambos deciden que no será.

Desde la primera vez que la vi, rápidamente se transformó en una de esas películas a las que recurro constantemente, a veces revisitando fragmentos o escenas claves en YouTube. Y es que sentí una admiración profunda por Mrs. Chan. No me gustaba que se presentara con el nombre de su marido, pero entendí casi de inmediato que esa había sido una decisión tomada de manera rigurosa por el director para develar, aunque de manera sutil, la personalidad de esta protagonista. A lo largo de la película, sería poco lo que se develaría de su personalidad; quedaría más bien como un enigma. Pero para aquellos que sentimos una fascinación por ella, entenderíamos que para comprenderla habría que estudiar sus movimientos, sus miradas y su lenguaje corporal. Porque no sería mucho lo que diría.

Había algo en su elegancia natural que me cautivó. Tenía una postura perfecta y una selección de vestidos –uno más hermoso que el otro– hechos a medida, coloridos y de patrones florales acordes al resto de la escenografía. De cierta manera, su ropa insinuaba el proceso de crecimiento y transformación que, al igual que las flores de temporada, ella también estaba viviendo. Él, en cambio, tenía el pelo impecable y usaba corbata. Y entre los dos deciden ser cómplices de un juego que de a poco se vuelve algo más. Porque efectivamente todo empezó como un juego: después de descubrir que sus parejas eran amantes, ella le pregunta a él “¿cómo habrá empezado?”. Los interpretaron e imaginaron quién había dado el primer paso, qué hacían cuando estaban juntos y quién sería el que terminaría herido. Un juego arriesgado. O más bien una excusa para estar juntos.

Pero ella era cautelosa. No entregaba mucho. Y había algo en su mirada meláncolica que delataba que sus principios la tenían encarcelada. Todos a su alrededor tenían relaciones paralelas –incluyendo su jefe, quien le pedía que llamara a su esposa para justifica su ausencia cuando él salía con su amante– pero ella establece desde un principio que no sería así. Esa decisión de renegar de su deseo, siempre me marcó. Estaba dispuesta a dejar pasar lo que quería por algo más grande.

¿Qué era ese algo más grande? ¿Qué la detenía? Al igual que los otros personajes que me han marcado, casi siempre misteriosos y nostálgicos, ella llevaba esa carga en la mirada. Creo que en pocas escenas logra salirse de su eje. En pocas escenas se deja llevar. Todo se mantiene en un quizás, como lo dice uno de los temas centrales de la película, la famosa adaptación de Nat King Cole del clásico bolero cubano. O como una serie de encuentros furtivos y cruces en los que se acompañan, aunque sea un rato, en sus respectivas soledades.

Pero ella, cabeza baja, no cede. Y decide marchar. Hay algo en esa decisión que también siempre me marcó. No sabía a qué se debía, pero también me tranquilizaba el hecho de saber con certeza que si lo había decidido así, era por algo. Así como se cruzaron sus parejas en algún minuto, y así también como se cruzaron ellos fortuitamente al arrendar piezas vecinas, fue también como tomaron la decisión de dejar de cruzarse. Y hacer de esa posible historia, un desencuentro. Mrs. Chan para mí pasó a ser la representación de lo complejo, pero simple a la vez, que es el amor y su historia un homenaje a las casualidades y a lo que queda, por siempre, como un secreto compartido brevemente entre los dos.

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