Tener un hijo con trastorno del procesamiento sensorial: “Le costó amamantar, sentarse, caminar, hablar y ahora le costaba comer”




El mismo día que cumplí 34 años, nació mi primer hijo. Fue un regalo milagroso, pues durante cinco años recé para quedar embarazada y lo logré después de una pérdida y dos in vitro. Con él no sólo nací yo como madre, también nació la culpa. La culpa que yo veía y no entendía en otras mamás, incluso en la mía. Culpa por estar cansada, por no poder amamantar, por querer estar un rato sola, por extrañar mi vida profesional. Culpa, culpa y más culpa. Pero cuando ese niño de un día para otro deja de comer y se alimenta básicamente de líquidos industrializados, el peso de la maldita culpa te derrumba. ¿Qué hice mal? ¿Por qué no practiqué BLW? Me preguntaba sin sentido.

Gabriel tiene tres años y diez meses, y le diagnosticaron trastorno del procesamiento sensorial, principalmente propioceptivo, vestibular y táctil. En palabras simples, tiene problemas en organizar las percepciones del exterior y, por ejemplo, es más torpe que un niño de su edad. Le cuesta coordinarse y le molestan ciertas luces, texturas y sabores. Pese a que siempre hubo sospechas de esto, no fue hasta este año de confinamiento que lo confirmamos cuando, lamentablemente el 16 de julio, dejó de comer.

Primero partió como una mal llamada maña que le impedía masticar. Tratamos de solucionarlo de forma similar a lo que hicimos en 2019 cuando también tuvo unos episodios de rechazo a ciertos alimentos. Pero la comida tipo colado no funcionó esta vez. Fue más radical: sólo recibía leche, uno al día, yogur y compotas de frutas. Todo industrializado, nada de la casa, ni siquiera queques que hacíamos juntos y que tanto disfrutaba hacer. Hablé con su educadora del jardín y su fonoaudióloga particular, quien lo conoce desde los dos años por su trastorno de lenguaje; estaba claro que debíamos consultar con la terapeuta ocupacional. A esa altura con mi marido pensábamos lo peor, que habría que hospitalizarlo porque no estaba recibiendo nutrientes necesarios. Mi hijo se veía decaído, estaba malhumorado, irritable, ansioso y peleaba casi todo el día con su hermanito de dos años.

Fueron momentos de mucha impotencia, pena y frustración. Cada comida era un desafío, ¿irá a comer hoy?, ¿se enojará?, ¿llorará? Porque lo más triste es que decía que quería comer, pero no podía. Ni siquiera lo que antes disfrutaba. La angustia después se dirigió hacia Pedro, mi hijo menor de dos años y cinco meses. Él siempre ha disfrutado comer, desde el inicio de su alimentación complementaria fue feliz, pero ahora veía que Gabriel tenía “privilegios” y no quería carbonada en su menú, sino yogur y compotas con Mickey Mouse en el envase como las de su hermano. Decidimos cambiar sus horarios de comida. Y otra vez la culpa, porque yo juraba que lo hacía perfecto como indican los expertos con esto de almorzar o cenar todos juntos. Pedro terminó comiendo casi solo en la mesa, con el fin de que coincidieran sólo en el postre, porque Gabriel debía estar en todo el ritual que implica alimentarse para ayudarlo con el proceso de volver a aceptar la comida.

Fue así como comenzamos una terapia y recién el 21 de octubre, tres meses después, empezó a masticar y comer. Verlo fue una felicidad enorme, porque estos meses nos ha pasado de todo. Está tomando vitaminas y los controles con la pediatra van bien. El pronóstico es bueno en todo ámbito, porque la terapeuta ocupacional, además, nos auguró un alta pronto.

Con esto nos dimos cuenta -o yo quiero verlo así- que por eso no lo pude amamantar nunca y se confirmó que esta es una de las razones por las cuales recién caminó al año y medio, de su dispraxia verbal, de su cautela al momento de jugar en la plaza y de otras características que lo definen.

Mi marido ha sido un pilar en eso, pese a que él también se vio en el suelo muchas veces. En estos 20 años juntos nos hemos sostenido siempre y ahora no era el momento de flaquear. Nos dividimos los tiempos para ayudar a Gabriel y participar en sus terapias ocupacionales y fonoaudiológicas, así como las tareas de la escuela de lenguaje y, por supuesto, para seguir estimulando a Pedrito que también nos necesita a su ritmo.

A veces lloro de rabia porque hay tantos que opinan sin saber y porque siento que a mi hijo todo le ha costado tanto, que es tan injusto, que hasta su llegada a este mundo fue complicada; le costó amamantar, le costó sentarse, le costó caminar, le costó hablar y ahora le costaba comer. Pero ahí me doy cuenta de que es un niño fuerte, valiente, que día a día se supera solo. Es inteligente, amable y a diario me dice que nos ama y lo mejor: que es feliz.

María José (37) tiene dos hijos y es periodista.

Comenta

Por favor, inicia sesión en La Tercera para acceder a los comentarios.