Vivir con el ex: “Algunos creen que esta convivencia tiene que ver con una incapacidad de soltarnos del todo”




“Hace cinco años, cuando llevábamos un poco más de un año juntos, mi ex pareja y yo nos vinimos a vivir a Nueva York. Él tenía un trabajo acá y yo me puse a estudiar un posgrado, y al cabo de unos meses decidimos que este sería el lugar en el que empezaríamos nuestro proyecto de vida, fuera cual fuera. Sabíamos que sería difícil, entre lo cara que es esta ciudad, lo competitiva y la tendencia híper individualista de sus habitantes -que por suerte ha ido cambiando en esta época pandémica-, pero también teníamos la ilusión de que al ser tan cosmopolita y diversa, encontraríamos en esta ciudad un rinconcito que pasaría a ser nuestro lugar. Nos unía la certeza de no querer volver a Chile, un país que ambos amamos profundamente pero que en ese entonces nos dolía.

Encontramos finalmente un lugar cómodo, iluminado y práctico, incluso con un pequeño jardín, e hicimos una oferta. Unos amigos nos habían advertido que en Nueva York, cuando te cruzas con un lugar decente, hay que actuar rápido, porque la competencia es alta, los lugares duran poco en el mercado y los precios se disparan en todo momento. Ya nos había pasado que los departamentos que calzaban con nuestro presupuesto eran muy chicos o muy oscuros, entonces tener un lugar que tuviese incluso unos centímetros de verde era un total privilegio. No dejamos pasar más de un día e hicimos el depósito, con el nivel de compromiso económico que implicaba eso.

En ese departamento hemos vivido hasta ahora, incluso después de que a mediados del año pasado, y en plena pandemia, decidimos terminar nuestra relación. Y es que hace ya casi un año que no estamos juntos y no somos pareja, pero aun así tomamos la decisión consciente de seguir compartiendo nuestro hogar, cada uno en su pieza y cada uno haciendo su vida.

Cuando decidimos terminar, luego de semanas en las que nos propusimos separarnos un tiempo y reflexionar respecto a lo que queríamos de la relación, no hubo rencores ni resentimientos. Hubo pena, de todas maneras, y mucho miedo y confusión; este proyecto lo habíamos iniciado juntos y ahora ambos teníamos una vida armada acá pero no la conocíamos el uno sin el otro. Una vida que habíamos armado cada uno por su lado pero igualmente conectados. Tener que enfrentarla de a uno iba a costar. Y dejar todas nuestras rutinas compartidas y cotidianidades también, pero ciertamente esas no eran razones para seguir estando emparejados.

La relación ya no iba bien y pese a la comunicación –siempre ejercitamos la comunicación libre y constante– ya habían aparecido diferencias muy grandes que no tenían solución. Ese mes priorizamos lo práctico y decidimos que él alojaría en la casa de un amigo hasta que decidiéramos qué hacer con el resto. Y así fue. Estuvo un mes fuera, en el que nos llamábamos para comunicar lo que estábamos sintiendo y para saber cómo íbamos. En ese mes nos vimos presencialmente tres veces. Nos amábamos y había un cariño incondicional, pero ya no había vuelta atrás. No íbamos a ser pareja y nuestros deseos –más que el plan que habíamos forjado en conjunto– iban en direcciones opuestas. En lo superficial estaba todo bien, por así decirlo, pero en lo más profundo, nuestras necesidades eran muy distintas.

Después de ese mes nos juntamos para resolver cosas prácticas y en esa junta, que fue en un parque y duró horas, llegamos a la conclusión de que podíamos seguir viviendo juntos. Él tomaría la pieza chica, yo seguiría con la que era nuestra, y más adelante veríamos cómo llegar a una resolución más definitiva. Estábamos en la mitad de una pandemia, no era un buen momento para cambiarse y sabíamos que si nos seguíamos comunicando como siempre lo habíamos hecho, de todos los posibles desenlaces, ninguno sería trágico. Confiamos en nuestras habilidades comunicativas y en el respeto que nos teníamos el uno al otro. Y así lo hemos hecho durante todos estos meses.

A veces cuando hablo esto con mis amistades, creen que esta convivencia tiene que ver con una incapacidad de soltarnos del todo, y eso puede ser, pero también pienso; ¿por qué habríamos que soltarnos del todo? No estamos juntos, cada uno hace su vida y respetamos nuestros espacios, pero también hay respeto y afecto y queremos seguir siendo un sostén el uno para el otro en una ciudad jodida en la que no tenemos mucha red de apoyo y contención. ¿Por qué eso sería un problema?

Probablemente es propiciar un entorno en el que se torna más difícil terminar de manera absoluta la relación, quizás sí, pero si no hay algún resentimiento entre los dos, ni tampoco dinámicas nocivas o abusivas, ¿por qué habría que cerrar radicalmente el vínculo? ¿No son acaso las relaciones humanas más complejas como para pensar que siempre se pueden cerrar así nomás?

No voy a negar que ha habido momentos raros, o un poco incómodos, pero aprendemos a navegarlas día a día. Por ejemplo, establecimos como única regla que ninguno de los dos puede traer a otra persona a la casa a dormir. Pero por el resto, no nos preguntamos si pasamos la noche afuera o si no nos vemos por un rato. Hay respeto, hay límites y hay cariño. Un cariño que ha ido mutando y que ahora pareciera más de complicidad amistosa. Por lo mismo, lo hemos sabido llevar con naturalidad, incluso ha servido a modo de ejercicio como para soltar el ego y ciertas preocupaciones que a veces están de más. Lo importante de esto es ir revisando cada cierto tiempo cómo nos sentimos, y poder identificar cuando ya no de para más”.

Pía Sepúlveda (31) es diseñadora de vestuario.

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