Vivir más lento y liberarnos así de la trampa del éxito
Leo La sociedad del cansancio, del filósofo surcoreano Byung-Chul Han. En palabras simples habla de la autoexplotación que sufrimos hombres y mujeres en las sociedades neoliberales. Dice que somos “sujetos del rendimiento”, sumidos en una histeria del trabajo, viviendo una hiperactividad que nos vuelve esclavos de nosotros mismos. Estamos intentando –totalmente agotados, deprimidos, desgastados– rendir ante nuestras propias exigencias. Si en épocas anteriores la gente vivía bajo la explotación de los monarcas o de gobiernos totalitarios, actualmente esos opresores somos, sin darnos cuenta, nosotros mismos.
Cierro el libro y esa imagen, siendo mi propia tirana, me abre un tren de pensamientos. Reconozco esa histeria en mí y en quienes me rodean, de aceptar todos los trabajos, de intentar avanzar y avanzar en tu profesión, de caer en un consumo innecesario, de estar tomado por las redes sociales viendo el éxito de los demás, como si fuese una competencia por quién es más “feliz”. Una forma de vida neurótica y poco consciente que, más allá de una decisión personal, es también producto de vivir en una ciudad acelerada y en un sistema que exige una entrega total al trabajo, con altos costos en nuestra salud, para poder estar a la altura de esa forma de vida. Y eso aún desde el privilegio, porque ni hablar de la gran mayoría del país cuya esclavitud del trabajo le alcanza solo para cubrir derechos básicos.
Para que esa vida tenga sentido nos han vendido que existe cierto honor y validación por quién se esfuerza más, con la promesa de un éxito que finalmente nunca llega, porque nunca será suficiente. El que trabaja más es el más jugado, el más profesional, una especie de héroe postmoderno. Estar “tapado de pega” es sinónimo de que estás haciendo las cosas bien. Me pregunto si realmente eso es “estar bien”, si acaso priorizar el tiempo libre o la calma del ocio será algo de “flojos”. Si acaso será posible vivir una vida más simple, más lenta.
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El actor Santiago Tupper me cuenta de su búsqueda hacia una vida más tranquila, una decisión que no le fue fácil tomar. Durante un periodo importante de su vida trabajó en teleseries nacionales, alcanzando a actuar en casi quince producciones dramáticas. Su personaje más reconocido fue Hans de la teleserie Vuelve temprano, que lo llevó al peak de su fama. Diferentes marcas lo llamaban para auspiciarlo, las agencias le ofrecían ser influencer, lo contactaban para invitarlo a eventos y los medios estaban constantemente pendientes de él. La gente lo paraba en la calle, en las fiestas y en el supermercado para pedirle fotografías. Al tiempo en que vivía esa gloria del ego, imaginaba cómo sería dejarlo todo y vivir una vida más anónima. Pero esa idea era eclipsada por la tentación e ilusión de continuar su trayectoria televisiva, por la posibilidad de seguir en la pantalla. “Es difícil para la sensibilidad del actor lidiar con la permanente contradicción del éxito y la desaparición. Recuerdo que en mis momentos más famosos me sentía agobiado por la exposición y el costo social que significaba la fama. Me daba cuenta del valor del anonimato, pero cuando pierdes la fama la echas de menos, es como una droga”.
Durante cuatro años estudió medicina china como una especie de plan B para cuando se atreviera a dar ese salto. Hasta que llegó el día en que la fama actoral se fue, se acabó. Esto coincidió con la separación de su mujer, tras la que tuvo que volver a vivir con su madre. El quedarse sin roles televisivos lo hundió en la frustración de no lograr tener los ingresos suficientes para poder vivir solo. Se había gastado todos sus ahorros cuando le surgió la oportunidad de irse a Coyhaique para trabajar –por fin– de acupunturista. Esa experiencia de volver a la vida anónima en el sur le abrió los ojos. No se quedó allí, pero se atrevió a más; siguió su sueño de vivir cerca del mar.
Actualmente vive efectivamente a cien metros del mar; y ya ha pasado un año desde esa decisión. Es acupunturista, atiende en su propia casa, está aprendiendo a surfear y tiene un grupo con el que juega fútbol. Esa es su vida. “Sigo teniendo que lidiar con momentos de ansiedad en los que no sé qué hacer con mi tiempo. Aún estoy en “rehabilitación de ciudad” y entiendo que aquellas cosas que tenemos que mejorar como personas nos las llevaremos a cualquier parte donde vayamos. Pero tanto más fácil es cuando estamos donde queremos estar, haciendo lo queremos hacer. Vivo el mes a mes, contando las lucas, pero aprendiendo a vivir con menos. Y en realidad, pareciera que aquí se necesita menos, cuando lo que ocurre es que como hay menos, te das cuenta de que no necesitas más”.
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El mismo deseo persistente que tuvo Santiago Tupper, de querer ponerle freno a esa carrera acelerada e intentar llevar una vida distinta, más consiente, menos competitiva y consumista, es un sueño que intento a diario con pequeños gestos, pero que me da miedo cumplir a cabalidad. Salir de la ciudad, vivir en un lugar más natural, aprender a vivir con menos y disfrutar más. Le temo a ese cambio, a “desaparecer” de ese ruido, a decirle que no a las oportunidades de trabajo. No es fácil luchar contra la corriente, atreverse a pegar ese salto al silencio, porque así nos enseñaron que era la vida.
Viendo terrenos en el sur desde mi computador, fantaseando con cómo sería vivir lejos de Santiago, conozco al corredor de propiedades Ivo Vodanovic, quien trabaja en las cercanías de Puerto Varas. Es periodista de profesión y en su pasado trabajó en una conocida empresa de retail dedicada al vestuario femenino. Le tocaba pasar temporadas en China, Europa y Estados Unidos. Llevaba una vida que se puede considerar privilegiada y exitosa. Por supuesto esa vida tenía sus costos; extensas jornadas de trabajo para lograr mantenerla. Dentro de las posibilidades que le permitía su bienestar económico decidió invertir en un terreno en el sur, quizás desde un deseo inconsciente que iba acrecentándose en él; vivir una vida diferente, más simple, sin tanta exigencia.
El momento decisivo, en el que se lo planteó como una necesidad urgente, fue tras sufrir una descompensación por estrés en Taipei en 2018. Lo que algunos llaman burnout; el síndrome del trabajador quemado. Estaba solo en Taiwán, al otro lado del mundo, y por primera vez en la vida sintió que se moría. Cuando regresó a Santiago se dio cuenta de que tenía que parar, que su cuerpo y mente habían llegado al máximo y que la vida que estaba llevando, a pesar de todas las comodidades que podía brindarle, no valía la pena. “No me hacía sentido eso de ser esclavo de un trabajo, de tener que estar en la oficina de 9 a 6, de lunes a viernes. Ese sistema competitivo en el que ya nada es suficiente, siempre se quiere más. Y estamos comparándonos con el de al lado constantemente. En una ciudad tan colapsada como Santiago te pasas la vida sobreviviendo. Me di cuenta de que la verdadera vida se encuentra en los lugares donde puedes respirar y pensar”.
Cuando tomó la decisión de irse de Santiago con su pareja, nadie de sus cercanos lo creyó capaz de aguantar la vida en el sur. Era un hombre acostumbrado al vértigo, a los viajes, a la ciudad y sus comodidades. Pero hace dos años vive cerca de Puerto Varas, en medio de un bosque nativo. La mayoría de sus amigos y vecinos son autoexiliados de Santiago que emigraron buscando una vida más sencilla y armónica. “Lo que te separa de vivir aquí es el miedo; el miedo a no encontrar trabajo, el miedo a extrañar a tu familia, amigos, tantos miedos que se desvanecen cuando estás inmerso en la naturaleza”.
Y así fue: el contacto con la naturaleza y el ritmo pausado fueron más fuertes que cualquier éxito laboral. “Mi vida ahora es como siempre la soñé. Tengo tiempo para hacer lo que me gusta, jardinear, leer, escuchar música, pasear, hacer ejercicio y trabajar, pero trabajo a mi ritmo. Lo que más celebro de vivir aquí es que uno aprende de los árboles, de los animales, de la carpintería, de construcción, de la gente, del clima. Uno está en constante adaptación y aprendizaje. Aquí lo simple se vuelve protagonista; ver un pájaro pasar, ver cómo crecen las plantas de tu jardín”.
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El acto que describe Ivo Vodanovic es quizás la imagen más simbólica de bajar el ritmo y vivir más lento. Afuera de mi escritorio, desde el que escribo este artículo, hay un jardín que me esmero a diario por cuidar. Cada tarde riego las plantas, voy viendo si salieron nuevos brotes, si se secaron algunas hojas, si hace falta transplantarlas a maceteros más grandes. A veces solo las miro sin hacer nada, entendiendo que no puedo apurarlas, que tienen su propio ritmo. Aunque a veces se nos olvide, ese ritmo es también el nuestro.
Byung-Chul Han se sirve también de esta analogía para proponer la necesidad imperiosa de volver a ese temple. En su libro Loa a la tierra, cuenta cómo hizo del jardín de su casa en la ajetreada Berlín un templo, y del cuidado de las flores una práctica meditativa diaria para desintoxicarse del ritmo de vida que nos imponen las ciudades y el sistema económico en el que estamos inmersos. Quizás, para quienes no tienen la posibilidad de irse de la capital o para quienes aún no nos atrevemos a hacerlo, este sea un buen comienzo.
“El trabajo de jardinería ha sido para mí una meditación silenciosa, un demorarme en el silencio. Ese trabajo hacía que el tiempo se detuviera y se volviera fragante”, dice en una verdadera declaración de amor a la naturaleza, resultado de las reflexiones tras esa práctica que lo desconecta de la lógica del rendimiento y la eficiencia. En otro libro de Han, El budismo zen propone la filosofía espiritual budista como una especie de respuesta a esa ansiedad postmoderna. “Bello es el ser sin apetito”, dice. Tras leerlo, con mis plantas de fondo, anoto en mi computador: Dejar atrás ese apetito que no nos nutre; la ansiedad por más, el consumismo, la histeria del trabajo. Hundirse en el paisaje, en la tierra, para apartar la mirada sobre uno mismo. Aprender a vivir más lento.
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