Coincidimos con Ernesto en nuestros estudios en la Universidad de Chicago hace ya más de medio siglo. Algo desordenado, alegre, bueno para el carrete, iluminaba la sala en que estudiábamos los chilenos.

Su gran sentido del humor, a veces algo ácido, convertía en bromas las pequeñas tragedias de todo estudiante. Intelectualmente agresivo, ponía en duda lo aprendido hasta que alguien lograba escarbar entre sus argumentos y desentrañar para él

los misterios de la ciencia económica.

Ernesto organizaba las fiestas de los sábados en el departamento de los chilenos, aunque ahí cedía el primer lugar a Luis Arturo Fuenzalida, su guitarra y su acordeón. Yo mismo contribuía con algo de guitarreo y mucho de bongó y de entusiasmo.

También impulsaba las tallarinatas en mi casa, el día de cada mes en que Lily, mi mujer, nos cortaba el pelo con una máquina comprada por suscripción popular. Y ahí caían todos: futuros ministros o grandes profesores; banqueros, centrales y de los otros; futuros historiadores económicos y economistas agrarios.

Nuestros profesores eran nuestros amigos. Varios participaban regularmente en nuestras fiestas de los sábados. Algunos se unían al equipo cuando había que ayudar a un compañero en falencia. Ernesto no fallaba nunca en eso. No alcanzaban mis recursos para arreglar el viejo Plymouth en el que planeaba salir, por primera vez, de vacaciones con Lily y nuestra primera hija. Pero ahí estaban Ernesto y Sergio de Castro que, junto con el aval del profesor Gregg Lewis, me permitieron financiar la aventura de conocer el Parque Yellowstone.

Éramos un equipo. La vida nos fue separando en pensamiento y en tareas. Pero la amistad construida sobre el esfuerzo de estudiar ha resistido todos los tirones, a veces violentos, de la historia de los últimos cincuenta años. Las legítimas diferencias políticas no lograron debilitar los lazos construidos en Chicago. Menos con Ernesto, un independiente furiosamente militante.