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La justicia es ciega, pero a veces también sorda y muda

Cuenta una tradicional anécdota que recorre las calles de Valparaíso que la conocida estatua emplazada a un costado de la entrada de la Corte de Apelaciones, que representa a una justicia a cara descubierta, sin venda en sus ojos, con una mano sujetando en forma displicente la espada y su balanza y una postura de aparente relajo, fue regalo de un ciudadano desilusionado con una sentencia judicial emanada de ese tribunal. La estatua permanece ahí no sólo como un ornamento de la Plaza de Justicia porteña, sino también para recordarnos que esa misma justicia, que la entendemos ciega justamente para evitar que sea arbitraria y parcial ante los asuntos que son puestos en su conocimiento, a veces también suele ser sorda y muda ante los reclamos de las partes comparecientes.

Es cierto, no basta con que un proceso judicial concluya con la aplicación de normas jurídicas; éstas tienen que ser, igualmente, interpretadas y ejecutadas. No obstante, la afirmación anterior deja abierta varias interrogantes; la más importante de todas es que si un juez está en condiciones de ejercer su rol de decidor de causas, no podemos descartar, de por sí, que dicha decisión, aun tomada en las mejores condiciones posibles, pueda incluso así estar equivocada, puesto que el problema radica en constatar la divergencia que pueda existir entre lo que los derechos realmente mandan, prohíben y confían a la discrecionalidad del juez, y lo que razonablemente pueda reconocerse como aquello que esos mismos derechos mandan, prohíben y permiten. Y en aquellos casos de imprecisión y duda, por ejemplo, el juez tiene que tomar en cuenta el impacto que sus decisiones pueden tener sobre los derechos de aquellos sobre los cuales recaen esas mismas decisiones, para evitar de esta manera, entre otras cosas, las suspicacias que puedan surgir en torno a su noble cometido.

Por lo tanto, lo esperable de un juez no es sólo que aplique el derecho a las causas que son puestas en su conocimiento, sino que dicha aplicabilidad sea en consonancia con lo que el derecho espera de dicha atribución. No basta, pues, como dice el profesor Atria, que a los sujetos que son gobernados mediante el derecho se les diga a qué atenerse cuando se les aplica una norma jurídica, sino que debe haber una avenencia o conformidad entre lo que se hace y lo que se dice, entre la norma que declara el derecho y el juez que la administra, en un sentido más comprehensivo a la mera aplicación mecánica de la ley. En efecto, muchas veces hemos sido prisioneros de la exégesis de nuestras propias disposiciones legales y, peor aún, de la exégesis de quienes las aplican. Atria nos advierte que esto es especialmente importante al momento de interpretar una norma jurídica de derecho fundamental, ya que el valor normativo de la certeza y seguridad jurídica, en esta materia, estará dado no por la racionalización de aquellos datos evidentes y necesarios que nos puedan proporcionar las normas jurídicas en sí mismas, sino por la capacidad deliberativa y argumentativa que emana de esa misma racionalización de normas, al momento de hacer uso de ellas.

De esta forma, el juez que actúa correctamente es aquel que teniendo absolutamente claro cuáles son sus fortalezas y debilidades de la función judicial, puede ir un paso más allá y ser capaz de discernir si las circunstancias del caso aconsejan ser cauteloso o audaz, abriendo paso a los caminos del convencimiento mediante la utilización de argumentos jurídicos sólidos de acuerdo al conocimiento de cada caso. Pero, en definitiva, y tal como nos lo recuerda el profesor Nogueira, será la comunidad jurídica toda a la que corresponderá evaluar y controlar en forma crítica, finalmente, si la fundamentación de los jueces, y las razones y argumentos empleados, tienen el mérito suficiente para erigirse en sentencias judiciales propiamente tales y que, asimismo, puedan realmente hacer justicia y trascender más allá del propio caso en el cual han recaído. Por supuesto, dice Nogueira, no hay fórmula que garantice que los jueces no serán influidos por los malos argumentos o por malas prácticas. Todo lo que podemos hacer ante esas malas decisiones es señalar cómo y dónde los argumentos eran malos o las convicciones inaceptables. Sólo por este camino, del uso de la argumentación jurídica de sus decisiones judiciales, nuestros jueces no terminarán siendo identificados con una justicia indolente, abúlica e indiferente, y convirtiéndose en verdaderas estatuas de sal por desobedecer el mandato entregado por la ciudadanía.

*El autor es abogado, doctor en Derecho y profesor Facultad de Economía y Negocios (FEN) de la Universidad de Chile.

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