¿Por qué cuesta tanto conversar con un adolescente?

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En este mundo hay sólo dos tragedias. Una es no conseguir lo que se desea, y la otra es conseguirlo. La última es la peor (Oscar Wilde).


Carl Rogers (1902-1987), uno de los padres de la psicología humanista, señaló ya en 1957 que escuchar activamente el contenido y el sentimiento que subyace al mensaje conlleva un riesgo personal, ya que si nos esforzamos en entender las experiencias del otro, podemos terminar viendo el mundo como él.

¿Dónde está el peligro?

En que escuchar puede cambiarnos y aunque esto parezca benigno u obvio para algunos, hay situaciones donde es mortalmente peligroso. Si creen que exagero, asómense a Mindhunter en Netflix. Esta serie, ambientada en los años 70, muestra lo revolucionario que fue que agentes del FBI -expertos en comportamiento criminal- entrevistaran cara a cara a asesinos en serie. Sin esposas ni gendarmes de por medio.

De repente estos convictos, hasta entonces tratados como peligrosas bestias, salen de las sombras y el aislamiento para conversar -como seres humanos- con psicólogos que buscaban en sus respuestas pistas para entender el accionar de mentes capaces de llevar a cabo crímenes inimaginables.

Y estas entrevistas, como bien retrata la serie, no fueron inocuas para los agentes, quienes, tras escuchar sistemáticamente siniestras historias, terminaron poniendo en peligro su estabilidad psíquica, laboral y familiar. Así, siguiendo a Rogers, prestar verdadera atención al otro puede afectarnos, cambiarnos y trastornarnos y es por ello, que tantas veces, nos negamos a ver… y escuchar… hasta a nuestros propios hijos.

Aunque suene políticamente incorrecto, muchos padres de adolescentes saben lo cansador que puede ser intentar conversar con sujetos que no sólo desafían abiertamente su mundo y sus creencias, sino que aspiran a ser aceptados, comprendidos y escuchados… pese a que ellos no escuchan, ni comprenden o aceptan… la perspectiva de sus padres…

Por lo general, estas conversaciones, lejos de derivar en diálogos, terminan en fuertes discusiones. Discusiones que muchas veces llevan a los padres a pedir ayuda a un externo, para que ese desconocido haga, lo que aparentemente, ellos no saben o ya no pueden hacer.

Para graficar lo anterior, escuchemos al joven Ken Wilber, un ficticio estudiante universitario que sueña con el ciberespacio y que lucha contra un padre humanista y una madre new age. Un padre que todo el día le alerta a su hijo de los peligros de la tecnología y de la deshumanización de sus sueños y una madre que cree en las energías, los ángeles y en la buena voluntad de los hombres. Hijo incluido.

"Soy el hijo no deseado de dos padres profundamente confundidos, uno del que me avergüenzo y el otro que se avergüenza de mí. Hace tiempo que no nos hablamos, razón por la cual todos estamos muy agradecidos (aunque, de vez en cuando, esa situación nos incomode). A mis padres no les gusta el mundo que les ha tocado vivir y quieren transformarlo -lo más rápidamente posible- en otro más acorde a sus particulares inclinaciones. Es por ello que mi madre quiere contribuir a la creación de un mundo mejor, mientras que mi padre, por su parte, quiere destruirlo. Bien podría decirse que fueron hechos el uno para el otro, un matrimonio creado para ir de la mano hacia los cielos de la transformación… aunque no creo que nadie, años después de haberse divorciado, siga manteniendo esa convicción".

Este párrafo de la novela Boomeritis, escrita por el psicólogo y filósofo estadounidense Ken Wilber, pone sobre la mesa uno de los comportamientos más conocidos y temidos de la adolescencia; cuestionar el mundo de los padres y apostar por uno nuevo… lejos de ellos…

Así, tras algunas revoluciones hormonales, las visiones de mundo padres e hijos -¡alguna vez tan parecidas!-, chocan y a veces con tanta violencia, que muchas familias optan por dejar de hablar de ciertos temas o de escuchar a determinados miembros de la familia, para así evitar que se desaten emociones destructivas subyacentes a los debates que se desarrollan sobre la mesa.

Y esto fue precisamente lo que trajo a Joaquín a mi consulta, un joven que, como el ficticio Ken Wilber, estudia una carrera informática y tiene una visión extremadamente crítica de sus padres, de la sociedad, de los adultos y del mundo que le ha tocado.

Para no develar nuestros diálogos, les comparto los de Wilber, que son bastante equivalentes:

"Lo único que sé es que soy hijo de mi época, una época que apunta en dos direcciones manifiestamente incompatibles. Por una parte, se nos insiste en que vivimos en un mundo torturado, fragmentado y roto, en que estamos al borde del colapso, en que nos hallamos sometidos a la presión de enormes bloques de civilización que parecen haber enloquecido y tratan de aplastarse mutuamente hasta el punto de que las guerras culturales internacionales se presentan como la principal amenaza del futuro. Según se dice, la tecnología de la era cibernética está avanzando a pasos tan agigantados que, dentro de unos 30 años, las máquinas alcanzarán el nivel de la inteligencia humana y los avances de la ingeniería genética, la nanotecnología y la robótica pondrán en peligro a la humanidad. ¿Nos veremos acaso entonces reemplazados por las máquinas o aplastados por una especie de "plaga blanca"? ¿Qué tipo de futuro es ese para un adolescente?".

Las peleas de Joaquín con su padre han llegado a tal extremo que ya no se hablan y todas las comunicaciones son mediadas por su madre, una mujer que me confiesa por teléfono que ya no sabe qué hacer con su hijo, pues no sale de la casa, apenas va a la universidad, casi no estudia y se niega a aceptar las reglas del padre.

En consulta, Joaquín me confiesa que él no cree en el sistema educacional chileno. Es una mierda y frente a mi pregunta de si conoce otro mejor, me responde que no le interesa, que la única razón por la que accedió a ingresar por tercera vez consecutiva a la universidad es porque no quiere trabajar.

Acto seguido, me lanza un manifiesto de los trabajos del futuro, de la inutilidad de los títulos universitarios y de lo insufrible que le resulta todo lo que no venga en formato de aplicación.

Mientras lo escuchaba, no podía dejar de pensar en la conversación que había tenido con José Ignacio, su padre, quien desesperado me había enumerado todas las acciones que había realizado para desconectarlo de la pantalla y todas las peleas que lo estaban convenciendo de que tal vez tenía que aceptar que su hijo no era apto para este mundo.

Escuchemos al joven Wilber

"Mi padre dice que mis cibersueños son antihumanistas. Pero lo que realmente quiere decir con ello -entiéndanlo como más les plazca- es que yo no sirvo para nada.

  • El ciberespacio es una mera extensión de los seres humanos y jamás los reemplazará -dice.
  • Tu crees que los seres humanos acabaremos desvaneciéndonos en los superordenadores, crees que acabaremos viéndonos descargados en chips de silicio o alguna mierda parecida. ¿Pero es que no te das cuenta de lo vomitivo que resulta todo eso?
  • La verdad es que no entiendo cuál es tu problema. Tu ya has tomado tu decisión, ¿verdad? No es que no me escuches, porque sí que lo haces, lo que ocurre es que no prestas la menor atención y sólo oyes tus propios pensamientos.
  • ¡Oh, muy bien! ¿Y eso que quiere decir?
  • Eso quiere decir que… pero ¿es que tú nunca fuiste joven?
  • ¡Por el amor de Dios!
  • En serio. ¿Nunca te has entusiasmado con una nueva idea? ¿Nunca has reciclado tu propia mierda?

Entre cada idea… pregunta o respuesta… Joaquín revisa su teléfono y si bien estoy acostumbrado a que mis clientes nada más entrar a mi consulta me pidan un enchufe para conectar sus smartphones… nunca me había tocado un caso en que alguien no lograra pasar más de un minuto sin revisar su teléfono.

Inevitablemente tuve que caer en el juego y le pregunté a Joaquín que tanto miraba en el teléfono, y como si hubiera estado esperando a que por fin se acabara la comida para pasar al postre, me extendió su dispositivo y me mostró un juego que nunca paraba…

¿Cómo es eso?

"Mientras hablamos, he programado mi computador para que siga jugando por mí. No es una programación perfecta, por lo que tengo que revisar de tanto en tanto que pasa, pero mientras hemos hablado no solo no he perdido puntos, sino que he ganado 1500 diamantes".

Atónito por su respuesta, le confronté que mientras él no perdía puntos, yo estaba frente a él escuchándolo y como si se tratara de una pequeña molestia, me dijo que al menos a mí me pagaban por escuchar.

"A mí no me pagan por hablar, pero si logro juntar suficientes diamantes, puede que gane mucha plata".

Con una sonrisa triunfadora me indica la hora y se pone de pie; él solo ha calculado que se ha acabado la sesión y tras desenchufar su dispositivo de mi cargador, Joaquín me pregunta si es necesario volver a vernos.

Ojalá que sí.

Tras cerrar la puerta, me siento en el sofá de mis clientes y, para animarme, abro Boomeritis y leo uno de mis subrayados.

  • ¿Qué esperas de ciberlandia? – me pregunta una y otra vez.
  • No estoy muy seguro. Creo que busco alguna forma de escape y excitación.
  • ¡Ooooh! ¿Y no son la misma cosa?
  • Tal vez sí. Creo que lo que busco es algo que… tenga sentido para mí.

Luego Chole se ríe con esa risa traviesa que tanto me gusta y aprisiona de golpe mi cuerpo entre sus piernas desnudas.

  • ¡Pero, Ken, el ciberespacio no tiene sentidos y, en consecuencia, carece de todo sentido! ¡Por ello no encontrarás sentido alguno en ciberlandia!

Todo pareció, por un momento, llenarse de sentido, pero entonces volví rápidamente a mí mismo y… acaso también a mis sentidos".

Como Chloe, la novia de Ken Wilber, Joaquín es un entusiasta de ciberlandia y es feliz destinando horas y horas a algo que, a ojos de sus padres, carece de sentido.

A ratos, me siento como el protagonista de esta novela, pero en otros me imagino perfectamente como los desesperados padres de Ken Wilber y Joaquín. Y confieso, que en algunos pasajes, me gustaría compartir el entusiasmo de Chloe y de tantos jóvenes que creen que la tecnología y la ausencia de corporalidad son las condiciones para construir un mundo mejor.

De repente despierto de mis divagaciones: he recibido un whatsapp de Joaquín. Me confirma que nos vemos la próxima y me comenta… con muchos emoticones… que ha recuperado todos los puntos que había dejado de ganar mientras estaba en consulta conmigo.

¡Genial!

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