¿Qué hacer con un adolescente adicto?

Adolescente

No hay progreso. Lo que se gana de un lado, se pierde del otro. Como no sabemos lo que perdimos, creemos que ganamos (Jacques Lacan).


La combinación adolescencia y carrete puede ser explosiva y es por ello que después de escuchar a Pedro Pablo, un joven de 19 años que había sido traído a mi consulta por sus padres por pender de un hilo en la universidad, le sugerí consultar a un especialista en adicciones.

La reacción de este sujeto de 190 centímetros fue verbal y gestualmente muy violenta y la relación con él y su familia se tensó desde ese momento a tal punto, que gran parte de mi jornada giró en torno a este caso, hasta que tras muchas llamadas telefónicas y una interconsulta psiquiátrica, Pedro Pablo fue internado en una clínica privada.

Mi relación directa con este explosivo adolescente llegó hasta ahí, pero seguí conversando con la familia del que nunca llegara a ser mi cliente, pues aunque ellos quisieron ayudarlo y yo tratarlo, era, literalmente intratable.

Durante meses no podía dejar de pensar en este caso y de compararlo con Carlos, el primer caso de adicción que me tocó enfrentar en mi práctica profesional. Yo no tendría más de 24 años. Trabajaba en un hospital público y uno de los psiquiatras de la unidad de adicciones me pidió ayuda.

¿Por qué a mí?

Básicamente porque el sujeto a tratar era muy violento y por alguna razón que el paciente no quiso compartir con el psiquiatra, accedió a ir terapia psicológica conmigo. Esta era su condición y nada más conocer a Carlos, me acordé que días atrás me había pedido un cigarrillo en la entrada del hospital.

El psiquiatra a cargo me enfatizó que pese a estar fuertemente sedado, no cerrara del todo la puerta, pues no sabíamos cómo iba a reaccionar el paciente y fue en este inquietante escenario donde efectivamente reconocí a un Carlos más aletargado, de boca seca y lengua traposa.

Pese a las advertencias, conectamos inmediatamente y sin muchos preámbulos me confesó que había querido trabajar conmigo porque le recordé a los monitores con los que había estado en una comunidad terapéutica del Valle del Elqui.

Carlos inmediatamente dedujo que yo sería como esos terapeutas de los que guardaba los mejores recuerdos y aunque en ése entonces no lo comprendí,  la elección de Carlos se debía a que yo le recordaba legítimas autoridades y -aparentemente- me distanciaba de las figuras autoritarias que él aborrecía.

Inesperadamente las conversaciones fluyeron y Carlos, a través de sus historias, no solo me introdujo al complejo entramado psicosocial de las adicciones, sino que gracias a él comprendí que la intervención aislada de un psicólogo en este terreno es tan efectiva como el arado en el desierto.

Pese a que en el hospital y en las comunidades terapéuticas Carlos había encontrado un lugar donde aprender a relacionarse con otros y consigo mismo de una forma distinta, nada más salir a la calle las cosas cambiaban.

Fuera de la salud pública, el mundo de Carlos se ordenaba en pasajes, villas, poblas, canchas, esquinas y comunas donde los protagonistas eran los narcos, los choros, los cuchillos y las balas.

Sin padre, sus figuras masculinas eran seres que se dividían entre violentos y cochinos. Básicamente los violentos eran narcos y delincuentes y los cochinos… adictos y consumidores.

¿Por qué cochinos?

"Porque andan cochinitos, no se bañan. Yo tengo un tío cochinito al que quiero mucho. Lo paso a ver y nos acostamos a fumar, tomar y ver tele. Es como un padre para mí y eso es lo que más cuesta, porque en las comunidades te piden que te alejes de los adictos, pero yo no voy a abandonar a mi familia".

Pese a lo educado y agradecido que era Carlos, las sesiones que sosteníamos me dejaban extremadamente cansado, pues todas sus historias empezaban y/o terminaban con extrema violencia y a más de una década de distancia, me sorprende que el caso de Pedro Pablo -atendido en mi consulta privada y posteriormente en una clínica privada- me trajera a la memoria las historias de este joven que, bajo cualquier parámetro psicosocial, era un marginal.

Y este marginal, pese a la extrema violencia en que creció, tuvo la capacidad de comportarse de manera extremadamente amable conmigo, mientras Pedro Pablo, joven que bajo todos los parámetros psicosociales era un privilegiado, fue en extremo grosero y violento.

Así, independiente de los orígenes o de las formas que adopten las adicciones, parece que en algún punto llegamos a la violencia, uno de males del mundo, en palabras del recientemente fallecido doctor Claudio Naranjo.

Este psiquiatra, en El Eneagrama de la Sociedad, nos advierte que la violencia es histórica y prehistórica y que "nuestra especie tuvo una vida desafortunada ya en sus inicios. En la época de los glaciares, tuvimos que ganarnos la vida <<partiéndole el cráneo>> a nuestros semejantes y, desde entonces, estamos un poco encallecidos".

Naranjo ya en los años 90 postulaba que así como hay enfermedades mentales que pueden impedir nuestro desarrollo personal, también hay males del mundo que pueden interferir el potencial de la humanidad e identificaba al autoritarismo, la represión y el mercantilismo entre los principales responsables.

Para este doctor, el autoritarismo forjó un carácter nacional "temeroso, ordenado, con un fuerte sentimiento del deber, idealista e idealizador de la autoridad, en que el individuo teme equivocarse y al mismo tiempo anhela la certeza", carácter frente al que sujetos tan disímiles como Pedro Pablo y Carlos, se rebelan.

La represión, en cambio, sería una faceta de nuestra neurosis que nos lleva al perfeccionismo, y que a nivel colectivo, se traduce en un carácter moral/aristocrático donde hay personas o grupos superiores y otros inferiores y como podrán comprender, esto genera rabia y a veces, violencia.

Finalmente si a esta sopa le agregamos el mercantilismo que denuncia Claudio Naranjo, veremos que "la vanidad, la gloria, el lucimiento y las apariencias", enturbian aún más las aguas colectivas, pues ya no solo tenemos grupos favorecidos y desfavorecidos determinados desde la cuna, sino que ahora está la posibilidad de competir para saber quiénes van a ganar y quienes van perder.

Estos malestares, entre otros, se cuelan en las historias de Pedro Pablo y Carlos, adolescentes alfa, que muy a pesar de sí mismos, han caído en desgracia al no triunfar como esperaban y caer en la droga.

La esperanza, como diría la neuropsiquiatra Louann Brizendine en El Cerebro Masculino, es que "la arquitectura cerebral no está grabada en piedra al nacer ni al final de la infancia, como se creía antes, sino que sigue cambiando durante toda la vida (...) De modo que la cultura y los principios conductuales que nos inculcan influyen notablemente en la modelación y remodelación del cerebro"

Así, con esta luz proveniente de las neurociencias, los adultos aún tenemos un papel estelar en la reconstrucción del mundo de los adolescentes, pues aunque muchas veces no nos guste lo que vemos u oímos, es el mundo que nosotros les hemos modelado. Un mundo de histórica violencia, donde aún tenemos la oportunidad de cuestionar y replantearnos nuestra autoridad y el tipo de relación que queremos establecer con ellos, con los otros y con el mundo.

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