Revista Que Pasa

En primera persona

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Felipe Armijo, contador

Paso nivel Miraflores, Santiago

El terremoto me pilló en Huechuraba, en la casa de un amigo. Mi única preocupación, desde el minuto que empezó a temblar, era llegar donde mis hijos. Por eso, en cuanto el movimiento se detuvo, me subí al auto y partí a verlos. Tomé la autopista Américo Vespucio Norte en dirección a Maipú, camino obligado para ir a ver a mis niños. Todo estaba oscuro, los focos habían explotado y los cables hacían cortes de electricidad, pero la pista venía llena. Supongo que todos estaban como yo, desesperados por ir a ver a sus familias. Sintonicé la radio y aún no hablaban de terremoto, pero la polvareda y el caos de la autopista hicieron darme cuenta de lo obvio: se trataba de un desastre de magnitud. Subí la velocidad. Quería llegar luego donde mis niños.

Las luces del auto apenas alumbraban. Me di cuenta que la pista estaba derrumbada a dos metros de distancia. No alcancé a frenar. Volé. Literalmente, volé con el auto. Caí siete metros hacia el suelo, de frente a un poste que formaba parte de la caletera inferior de la autopista. sólo atiné a cubrirme el rostro con la mano. Sabía que el impacto iba a ser fuerte.

El parachoques se trizó por completo. Después cayeron las ruedas. Se abrió el airbag. a mí me atajó el cinturón de seguridad. Pero no sabía si estaba vivo o muerto. Ni siquiera tenía idea dónde estaba. Me toqué el cuerpo para ver si sentía algo. las voces de auxilio de la gente que cayó conmigo me ratificaron que aún respiraba. Que estaba vivo.

Me bajé del auto. Corrí a auxiliar a una camioneta que estaba volcada a pocos metros. Sus ocupantes gritaban por ayuda y se quejaban de dolor. Pero antes de que pudiera llegar, cayeron tres autos más. Los focos de los que alcanzaron a frenar nos alumbraron desde arriba. Supe que estaba en el paso nivel Miraflores. Una voz me preguntó si estaba bien, si podía moverme. Era un taxista que, al igual que yo, salió vivo del accidente. Le respondí que sí, que fuéramos a ayudar a la camioneta. Entre los dos sacamos a sus ocupantes por la puerta de atrás. Uno se quejaba de tener sus costillas rotas. Otro sangraba sin parar por la boca. Queríamos ayuda, pero nadie llegaba a socorrernos. Cuando me di cuenta que era poco lo que podía hacer allí, salí como pude y pedí que me llevaran. Necesitaba ver a mis hijos. Un camión de remolque me llevó.

Recién cuando estuve con mis niños en brazos, con la certeza de que estaban bien, me preocupé de mí. Fui al hospital de la UC. Me hicieron todo tipo de exámenes. Por suerte, nada grave me había sucedido. Ahora, sigo con miedo a manejar. Cuando freno fuerte, se me vienen a la mente los ruidos del choque de esa madrugada. Y agradezco a Dios no haber venido con mis pequeños en el auto. Ahí, la historia sería muy diferente.

Paulina Cerda

Sala de partos, Clínica Indisa

Recién habían retirado a Vicente de mis brazos cuando comenzó el terremoto. El reloj de la sala de partos marcaba las 3:34 a.m. Sólo minutos antes había nacido mi primer hijo, pero mi felicidad se convirtió en desesperación. Me sentí tremendamente indefensa, porque no podía moverme del pabellón donde los médicos hacían todo su esfuerzo por seguir adelante. El obstetra, que ya había comenzado a retirar la placenta, tuvo que detener el procedimiento. Para evitar que me desangrara, sostuvo con fuerza una compresa contra mi abdomen. Entonces, se cortó la luz y perdí casi por completo la noción de todo. Las enfermeras y la matrona trataban de tranquilizarme. Sin embargo, en ese momento ocurrió algo que profundizó aún más el miedo que todos sentíamos: el anestesista salió corriendo de la sala de partos y abandonó la intervención sin mediar explicaciones. Yo tenía ganas de hacer lo mismo, pero el efecto la anestesia y la confusión no me lo permitían. Lo que más me preocupaba era saber si mi hijo estaba bien. Sólo cuando se tranquilizó la tierra, el doctor terminó de sacarme la placenta y de suturarme. No volví a ver a Vicente -que había estado bajo la protección del neonatólogo- hasta casi media hora después, un tiempo interminable en esa oscura madrugada del 27 de febrero. Hoy, ya de regreso en mi casa de San Miguel, miro a mi guagua y las imágenes de televisión. y me quedo sin palabras.

Carol Milos, Margarita Samamé y Pablo López, médicos

Hospital San Juan de Dios

"Estaba de turno, a cargo de neonatología del hospital. Subí del octavo al noveno piso, a las 3:30 AM, para ir al baño. De pronto, comenzó el remezón. Logré salir del baño e intenté bajar las escaleras. no pude, pues el vaivén era intenso. Cuando se detuvo, volví a mi lugar de trabajo. Curiosamente, los niños estaban tranquilos. Casi no había llanto. Yo estaba calmada. sabía que debía estarlo frente a los pacientes. Con la luz de mi celular revisé las 32 incubadoras que estaban en la oscuridad. Todos los recién nacidos estaban bien. En el hospital No tuvimos daños estructurales ni desgracias personales. Más tarde un mensaje de texto de mi familia: 'Está todo OK'. Ahí me tranquilicé" (doctora Samamé).

"Diría que en el hospital se vivió un caos controlado. Yo llegué dos minutos después del terremoto. Tranquilicé a los cerca de 100 hospitalizados. La mitad había decidido, por su cuenta, bajar del cuarto piso a los patios y a la calle. Había desconcierto al principio, no sabíamos por dónde comenzar a actuar, pero luego nos coordinamos" (doctor López, jefe de hospitalización).

"Esa coordinación espontánea entre médicos, funcionarios y jefes de servicio, logró que los pacientes mantuvieran la calma incluso en sectores más movidos, como la Urgencia. Yo llegué allí a los pocos minutos de ocurrido el terremoto. Trasladamos a los pacientes en cama al patio de las ambulancias, para dejar espacio a los que llegarían heridos. Todos los departamentos apoyaron a Urgencia, entregándonos suturas, compresas y otros materiales útiles para estar preparados" (doctor Milos, jefe de la posta).

Mariela Jiménez, dueña de residencial El Giolito

Foto: Raúl Lorca

Archipiélago Juan Fernández

A las 5 AM, un llamado de Santiago nos despertó. Era mi padre, quien angustiado quería saber cómo estábamos. Nos contó del terremoto. A esa hora hubo un temblor en la isla, pero no fue más que eso. Mi papá estaba preocupado pues temía un tsunami. Pero como la Armada había dicho que no había peligro, nos quedamos tranquilos. Tanto, que junto a mi marido y mi hijo de 8 años volvimos a dormir. Pero a las 6 empezó a sonar el gong. Era Martina Maturana, de 12 años, vecina nuestra e hija de unos amigos. Ahí, mi marido me dijo: "Levántate, la ola está en la cancha. La estoy viendo". Me aterré porque nuestra cabaña queda a unos 100 metros de ese lugar y la gente que se hospedaba en nuestra residencial aún no salía. En pocos segundos fuimos a buscarlos y partimos todos juntos corriendo cerro arriba. La pareja de biólogos marinos venía detrás mío. La Paula Allardy se tropezó al escapar y, como perdió tiempo, se refugió detrás de la casa. Lamentablemente, la ola llegó y la atrapó. Murió ahogada. Fue muy triste ver eso. Ella dormía en mi residencial con su pololo. Llevaba dos semanas aquí y le tomé mucho cariño. Estaba muy entusiasmada con su carrera de bióloga marina. Además de ella, murieron otras 4 personas de la isla y aún hay 11 desaparecidos.

La ola arrasó con todo, de oeste a este: desapareció el cementerio, la casa de botellas, el museo, la municipalidad, la escuela, el sindicato de pescadores... todo el casco histórico. Fue cosa de segundos. A mí la ola me tocó los talones. Al notar que el mar nos podía pillar, corrimos más rápido, hasta que nos sentimos a salvo en un negocio que se llama Picaflor Rojo. Desde ahí vimos cómo el agua se comía el gimnasio de la isla. Se reventó como una lata de bebida. Nos dio miedo que viniera otra ola más grande y caminamos hasta el cerro Yunque. Nos quedamos ahí un buen rato.

Se generó un ambiente muy solidario en Juan Fernández. El que tenía comida, la ofrecía. Y no nos faltó techo. El martes llegué a Santiago. Viviré en la casa de mis padres y tendremos que empezar la vida de nuevo. Perdimos todo: nuestra cabaña desapareció y la residencial se partió en dos. La habíamos comprado hace tres años, con la herencia de mi suegra. En 2007 aterrizamos en Juan Fernández con la ilusión de comenzar una vida ahí. Pero nuestros planes cambiaron bruscamente. Incluso, tememos que Robinson Crusoe nunca vuelva a ser la de antes y desaparezca para siempre.

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